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CRÍTICA
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

A la tercera

En dos meses han ofrecido recitales en Madrid tres de las más grandes cantantes estadounidenses actuales: Renée Fleming, Joyce DiDonato y Susan Graham

Luis Gago

RECITAL SUSAN GRAHAM

Obras de Schumann, Strauss, Duparc y Debussy, entre otros. Susan Graham (mezzosoprano) y Malcolm Martineau (piano). Teatro Real, 11 de junio.

En menos de dos meses han ofrecido sendos recitales en Madrid tres de las más grandes cantantes estadounidenses actuales: la soprano Renée Fleming y las mezzosopranos Joyce DiDonato y Susan Graham. Primera y tercera están enfilando ya la recta final de sus carreras, mientras que la segunda disfruta aún de su esplendor vocal. Las tres han querido hablar al público para glosar sus programas, pero sólo Graham lo ha hecho en español y, en su caso, las explicaciones resultaban mucho más pertinentes y necesarias que en el de sus compañeras, que habían planteado una secuencia de arias y canciones sin el más mínimo atisbo de coherencia.

Graham, por el contrario, construyó la totalidad de su programa a partir de una idea: arropar cada uno de los ocho Lieder del ciclo Amor y vida de mujer, de Robert Schumann (también interpretado por Fleming), con dos o más canciones que mantienen claras conexiones temáticas con el suceso o motivo central de cada una de ellas, desde el súbito y cegador enamoramiento inicial de la mujer hasta la muerte de su marido. La idea es buena, claro, aunque funciona mejor sobre el papel que en la práctica. Y el motivo es doble: la introducción de nuevos elementos foráneos rompe por completo la secuencia y trabazón natural de las ocho canciones originales, que pasan a quedar demasiado espaciadas en el tiempo y, cuando el círculo se cierra al final del ciclo con la reaparición de la misma introducción pianística del comienzo, ahora a modo de epílogo, nos parece que aquella se encuentra a años luz de distancia después de tanto cuerpo extraño intercalado y de un largo intermedio de desconexión. Y aún más importante es recordar que lo que pretendían Adelbert von Chamisso y Robert Schumann no es, quizá, lo que parece (mostrar el amor y la devoción incondicionales de una mujer decimonónica por su marido, desde que lo ve por primera vez hasta que, muchos años después, le provoca “el primer dolor” al morir), sino, muy probablemente, justo lo contrario: una crítica de la sumisión de la mujer al marido, anulando con ello su propia personalidad. La biografía y la clara ideología progresista de sus dos creadores casa mucho mejor con esta perspectiva revisionista.

El repertorio alemán no es el fuerte de Susan Graham, en el que tan bien se desenvuelve Renée Fleming. Se la nota incómoda en el idioma y pronunciarlo debidamente le consume, sin duda, demasiadas energías, que acaba por detraer de la propia interpretación musical. El Lied en general nunca ha sido su fuerte, a pesar de lo cual cantó modélicamente la sexta canción del ciclo de Schumann; el resto, por el contrario, fueron de la discreción a lo olvidable (segunda y séptima, sobre todo). En cambio, cuando abordaba el repertorio francés, una de sus grandes especialidades, se mudaba súbitamente en una gran cantante, con una dicción natural y exquisita, como sucedió en las dos canciones de Fauré, en Absence de Berlioz (del ciclo Las noches de estío), en Le carafon de Poulenc y, sobre todo, en el díptico formado por Phidylé de Duparc y La chevelure de Debussy, que abrió la segunda parte y que se erigió, sin duda, en el momento de mayor altura e intensidad poética y musical de todo el recital.

También domina Graham el repertorio en su lengua natal, por supuesto, y cantó muy bien, con la desenvoltura que le faltaba en Schumann o Strauss, piezas de John Dankworth, Ned Rorem y Roger Quilter. En terreno intermedio se situaron sus incursiones en otros idiomas (español, sueco, ruso y noruego): hasta en siete diferentes, constantemente entremezclados, se atrevió a cantar la audaz estadounidense, que contó con un acompañamiento atentísimo y excepcional desde el piano de Malcolm Martineau, a quien hizo recibir en solitario los aplausos del público tras situarse en ella en un lateral del escenario. Ese gesto de generosidad, o el de no lucir dos vestidos diferentes, uno por parte, como sí habían hecho Fleming y DiDonato, confirma que Graham –grandísima cantante como ellas– no es, en cambio, una diva al uso. Domina el espacio escénico como pocas, sabe cómo ganarse al público sin exageraciones o falsas simpatías y agradeció los calurosos aplausos finales recreándose en lo que mejor sabe hacer: su amado Reynaldo Hahn (la casi obligada À Chloris) y el melodismo fácil y aterciopelado de Richard Rodgers (Hello, Young Lovers, de El rey y yo), ambas mucho más de sentimiento que de lucimiento y emparentadas, de alguna manera, con el hilo común que había servido para tejer todo el programa. A la tercera, por fin hemos podido escuchar un gran recital.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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