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El gran insumiso

Muhammad Ali se convirtió en una luminosa referencia dentro de la cultura pop

Diego A. Manrique
Cassius Clay (antes de cambiar su nombre) en Miami en 1964 con los Beatles: Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr.
Cassius Clay (antes de cambiar su nombre) en Miami en 1964 con los Beatles: Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr.AP (AP)

Cassius Clay/Muhammad Ali fue el boxeador que necesitaban los años sesenta. Por aquel entonces, empezaba a ser un deporte bajo sospecha: dominaban los relatos sobre el daño del cuero golpeando la carne, las epopeyas sobre la huida de la miseria, las denuncias de la dudosa trastienda del negocio. Con aquel chico de Kentucky, el boxeo se convertía en orgullosa afirmación de la voluntad de emancipación, puro black power sin grandes argumentos.

Se iba a convertir en el gran púgil de la Década Prodigiosa: irreverente, bocazas, seguro de sí mismo. Inevitablemente, le juntaron con los Beatles allá por 1964, cuando estos terminaban su primera gira por Estados Unidos. Aunque las fotos resultantes muestran a todos los implicados haciendo el payaso, el encuentro no estuvo exento de tensión. En contra de lo que estaban habituados, los británicos debieron esperar, encerrados en una habitación, mientas el campeón se preparaba para la prensa. Y Clay, que diariamente recibía oleadas de visitantes, no estaba seguro de quienes eran aquellos “mariquitas”, seguramente dicho sin intención ofensiva.

Clay ya era legendario por su elocuencia: convirtió sus rimas en cantinelas, a modo de eficaz eslogan publicitario. En los tiempos actuales, sin duda hubiera terminado rapeando en el sello de Jay-Z; en aquellos días, le transformaron en artista discográfico por la vía rápida. Combinando recitados y canciones, Columbia Records publicó en 1963 el álbum I’m the greatest; su versión del inmortal Stand by me sonaría en muchas emisoras.

No volvería al estudio de grabación hasta 1976, cuando protagonizó un disco infantil destinado a luchar contra la caries dental, en compañía de los cantantes Frank Sinatra y Richie Havens, el actor Ossie Davis, el locutor deportivo Howard Cossell. Corramos un velo sobre aquel artefacto, típico de la Guerra Fría, donde los villanos del cuento tenían acento ruso o cubano (Cuba = azúcar ¿lo pillan?).

Retrocedamos a los tiempos bravos. Muhammad Ali ascendió a héroe contracultural en 1966, al negarse a cumplir el servicio militar. Conviene enfatizar que formó parte de la valiente minoría que declaró abiertamente su oposición a la guerra de Vietnam; en general, los disidentes en edad de reclutamiento se escaqueaban mediante prórrogas de estudios o alegando difusas enfermedades.

Dado que un número desproporcionado de los soldados estadounidenses en Vietnam era lo que hoy llamaríamos afroamericanos, su postura fue perfectamente entendida en los guetos. El apoyo a Muhammad Ali se mantuvo durante los años inciertos en que le impedían combatir y podía terminar en una penitenciaria. No solo era respetado en los ghetos. Allí están las fotos junto a las estrellas de Motown, el sello que representaba las aspiraciones de la clase media negra, al lado de los ídolos juveniles Jackson 5 o del genial Marvin Gaye.

En los setenta, ya exonerado, se fundió en abrazos con artistas cercanos a Richard Nixon y el Partido Republicano: de Elvis Presley a James Brown, que incluso había girado por las bases de Vietnam. Nunca le faltó el respaldo de las clases ilustradas, manifestado en los libros de Norman Mailer y Bud Schulberg, los extensos reportajes de Joyce Carol Oates y George Plimpton.

Como si se tratara de un campo de minas, esos autores pisaban con enorme cuidado alrededor de la militancia de Ali en la Nación del Islam, misteriosa secta a la que se atribuía el asesinato de otro adalid de la negritud, Malcolm X. “Ali no es un fanático”, aseguraban sus cuidadores.

Bob Dylan no necesitaba esas garantías. Le gustaba ponerse los guantes y había dedicado varias canciones a boxeadores, incluyendo su famosa Hurricane, que indirectamente permitiría la liberación de su protagonista, Rubin Carter, condenado por asesinato. En la foto de su encuentro con Ali, Dylan parece tímido, intimidado: una cosa es hablar de la Dulce Ciencia del pugilismo y otra es sentir el peso de esa mano letal.

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