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Un viernes muy completo en el festival

El laberinto que cada día se abre ante el visitante del Primavera Sound está lleno de decisiones que deben abordarse más o menos cada hora

Panorámica del festival el pasado viernes.
Panorámica del festival el pasado viernes.Adela Loconte (WireImage)

El laberinto que cada día se abre ante el visitante del Primavera Sound está lleno de decisiones que deben abordarse más o menos cada hora, el tiempo medio de duración de un concierto. Desde cómo se comienza hasta por dónde se acaba, pasando por escoger el momento de visitar los restaurantes, abandonarse al descanso en cualquier rincón o simplemente quedarse a ver el mar que ofrece el límite más sugestivo al Parc Del Fórum. Con ese límite a veces en la memoria, otras en la nariz, percibiendo un toque de salinidad o directamente ante la vista, uno de los posibles recorridos de la segunda jornada, la del viernes, pudo recalar ante los escenarios de grupos como Beach House y su música ensoñadora, Cabaret Voltaire sacudiendo los cimientos de la gruta que es el Auditori o Ben Watt, dejando ir, precisamente de espaldas al mar, una de las más hermosas colecciones de canciones que esa jornada sonaron en el festival.

Pero todo bien podía comenzar con un contrasentido: escuchar música popular de la Alcarria en un aparcamiento. Porque eso es el famoso Hidden Stage del Primavera, su escenario oculto, tanto que parece camuflarse para no ser localizado. Hay que ver lo que se debe hacer para ser selecto. Para acceder a él se ha de pedir una entrada gratuita en la caravana de información, por cierto similar a las que aparecen en la portada del American Garage de Pat Metheny, pero nunca suelen quedar. Pese a que la música de los Cubero se esté poniendo de moda, y resulte que ahora escuchar folclore popular castellano esté validado por el buen gusto moderno, esta vez quedaban tickets. Y sí, entrar a un concierto por el acceso de un parking parece situar al espectador en una fiesta prohibida con electrónica y pastillas cuando, bonito contrasentido, se iban a escuchar romances con olor a queso. Sobre el escenario los Cubero, su humor tautológico y sus canciones, esas en las que apenas se distingue cual tiene 150 años o es de anteayer, compuesta por ellos mismos, creaban un mundo paralelo de caminos empedrados y un subtexto de emociones y reivindicaciones eterno, como ejemplificaron en Trabajando en la MCA o en ¿Quién electrificaría su Alma?, únicos títulos que denotan origen reciente de estas piezas. La Alcarria en un aparcamiento, una de las muchas maneras de abrir jornada en el festival.

Es media tarde y el sol no castiga. Deambulando por el recinto se observa que este año la seguridad ha aumentado de manera exponencial, con decenas de personas uniformadas que cubren trayectos, evitan aglomeraciones y vigilan que la cerveza no embrutezca el comportamiento de nadie. La otra sensación es que o los italianos han subido tres decibelios su ya tradicional tono al hablar o este año hay más que nunca. Desde luego cualquiera de las dos posibilidades es factible. O las dos a la vez. Sin embargo el concierto de Ben Watt, aún bajo el sol, con el exmiembro de Everything but the Girl protegido por gafas ahumadas, vestido de riguroso negro y con la gorra calada, acalla hasta al italiano más parlanchín. Y lo hace allí mismo donde no lo logró la víspera Cass McCombs, a la misma hora. Quizás porque su guitarra sea Bernard Butler (ex-Suede), amigo y colaborador de Watt ayuda, pero el caso es que con su voz y sus preciosas canciones va calando poco a poco entre el público, y el sol, en un gesto amable, decidió ocultarse tras una nube para no interponerse. Watt lleva un contrabajista que parece salido de una película de los Cohen, con una barba que lo emplaza en el terreno existente entre un motero y un predicador, un batería con un estilo y clase tan elevados como su edad y, definitivas, unas canciones que acunan los pensamientos. La pista parece un juncal mecido por la brisa, particularmente con canciones que remiten al exgrupo de Watt como “Some Things Don’t Matter”, momento aprovechado por más de una pareja para demostrarse cariño. El concierto va subiendo el tono hacia la parte más eléctrica, pero canciones como “Hendra”, la que da título a su último disco, marcan el tono de una actuación preciosa pautada por un cancionero sin fisura.

¿Un paseo por la nueva zona de electrónica del festival? Hay que cruzar un puente que sobrevuela el puerto deportivo, donde yates del tamaño de un portaaviones de bolsillo hablan de un mundo inaccesible para quien los mira. Cada pocos metros un agente de seguridad evita que se mezclen los carriles de salida y entrada al recinto, de suerte que el público se siente coche, el puente autopista y los de seguridad primos de la Benemérita. Desembocando en la zona patrocinada, aquí solo le falta publicidad al papel higiénico, y debe ser por motivos obvios, se abre un festival dentro de otro festival. De repente el público está en Ibiza, en una tumbona, tomando el sol, sacudiéndose un mojito y mirando la playa del Besós, donde familias populares han sacado a la abuela a tomar el sol. Dentro todo es más moderno, y en una carpa el personal baila como en una discoteca veraniega, aunque quien quiera mezclarse con la realidad de la playa, dominada por las chimeneas de la térmica que personaliza el paisaje, puede hacerlo, volviendo más tarde a la seguridad de lo conocido, el triángulo tumbona-mojito-hit bailable.

Cambio de tercio. Este festival tiene sus contrastes y el siguiente destino es el Auditori. En la larga caminata que media se sortean más carritos de bebés que en ediciones anteriores, sí, la reproducción de ha ralentizado pero parece que cada espectador con hijos ha de llevarlos al menos un día al festival, quizás para que sepa de dónde viene. Antes se los llevaba al pueblo. Por el camino se topa con la caravana de Ada Colau y su comitiva, que visitan el recinto con Alberto Guijarro, uno de los directores del Primavera, de cicerone. Al final se llega al Auditori, el único espacio en el que el público puede sentarse con comodidad. Eso sí, ha de dejar la comida que lleve fuera, donde bolsas con bocadillos penden de una valla como cabelleras de casacas azules. La entrada suele ser aterradora, ya que si las luces están apagadas no se ve nada, nada de nada. Y si encima sobre el escenario no parece haber nada la desorientación ya es absoluta. Lo mejor es pararse en un rincón esperando que los ojos se acostumbren a la oscuridad. Tres pantallas vomitando imágenes fragmentadas a toda velocidad ayudan algo, aunque no mucho. El escenario parece vacío. Suena música industrial, un ritmo maquinal, metálico y estridente que pauta vómitos de palabras entrecortadas. Al rato se percibe un lejano punto de luz, que para ver si alberga algo humano ha de verse de muy cerca. Y sí, casi en primera fila se distingue una silueta que debe ser la de Richard H. Kirk, es decir, Cabaret Voltaire, manipulando cacharrería electrónica. Es sobrecogedor. El ritmo se intensifica y se hace bailable, hipnótico. El público abandona sus asientos y coinvierte en recinto en una discoteca fabril. Las imágenes aumentan de velocidad, hay guerra de Vietnam, Gadafi y policías en las pantallas, pero Kirk, que no quiere sólo hacer bailar, cambia de ritmo y deja el personal confundido. A pesar de ellos una atronadora ovación saluda su marcha de escena, tan invisible como su entrada. Ha sido un concierto estupendo, duro, abrasivo, áspero. Electrónica para un mundo averiado.

En ese instante corre la noticia de que Freddie Gibbs, el rapero norteamericano, ha cancelado su concierto. Son un caso los raperos, tienen sus propias normas. Por ejemplo Jay Rock, que sí ha llegado, sale a escena, todo lo tiene grabado, suelta cuatro temas, dos bases de Kendrick Lamar, dice catorce veces cómo se llama y se pira tras veinte minutos de actuación. Encima le han pagado. Es casi la única competencia que tienen Radiohead mientras actúan en el otro extremo del recinto, este rapero y Dinosaur Jr, cuyo escenario está lleno de público que huye de las tribulaciones de Thom Yorke. Después, en la segunda mitad del concierto de Radiohead, se sumarán Tortoise y Shellac. Quienes no comparten estos gustos aprovechan para cenar o para mirar boquiabiertos al mar, una mancha oscura y silenciosa que parece tragarse todo el ruido del festival.

Más tarde, cuando Radiohead ha liberado a su multitud, Holly Herndon rebusca en las tripas de su ordenador todo tipo de ritmos fracturados que sirve en un homenaje a la disfunción electrónica y al error informático mientras en las pantallas aparece Ada Colau, ahora virtual. Es la de Herndon una actuación que teje un collage de ruidos y ritmos que nos habla, en lenguaje actualizado, de lo mismo que Cabaret Voltaire, del progreso y sus angustias. Holly se comunica con texto con el público, y desde la pantalla, que, osada ella, también exhibe “estelades”, dedica el concierto a Chelsea Manning, la militar estadounidense que filtró información a WikiLeaks y se atrevió a pensar que los datos son libres. Cumple condena.

El punto final de este recorrido es Beach House, música nocturna perfecta para un final de jornada plácido. Su escenografía ya se ha visto en anteriores ocasiones, juegos de luces y sombras para envolver de misterio una música que parece irradiar misticismo laico. Es más, Victoria Legrand, la cantante, aparece semi-oculta por una capucha que no se sabe si remite a un franciscano o al malvado Palpatine. Pero canta Silver Soul y el público alza los brazos como si quisiese subir al cielo enredado en la melodía de la canción. Más tarde, cuando suene Myth muchos lo habrán logrado, y sin más necesidad que poner ganas de volar, sin ayudas suplementarias. Es curioso lo que consiguen Beach House con su música etérea, catedralicia, inspirar un sentimiento de espiritualidad liviana que lleva a que bastantes espectadores cierren los ojos. Más tarde, aquellos que quieran volver a la tierra podrán hacerlo de la mano de Maceo Plex, garantía de que el parque de sensaciones que es el Primavera Sound se mantenga en danza hasta casi las seis de la mañana, ya con el sábado amanecido.

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