_
_
_
_
_
SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mientras se aleja la comitiva

En la Feria del Libro impera la política de la oferta de lo evidente, lo que provoca que la mercancía expuesta por muchas librerías sea idéntica

Alicia a través del Espejo vista por Fernando Vicente.
Alicia a través del Espejo vista por Fernando Vicente.

Cuando lean esto (si es que alguien, etcétera), la LXXV Feria del Libro estará en su segunda semana, de modo que espero que todo haya cambiado para mejor. Lo que sigue es, simplificando, mis impresiones del primer fin de semana. Uno: impera, como en los últimos años, la política de la oferta de lo evidente, lo que provoca que la mercancía expuesta por muchas librerías sea idéntica. Dos: la lluvia, el fútbol y la temprana inauguración (la gente aún no había cobrado) han sido los principales culpables de que las ventas del primer fin de semana hayan sido menores que las del pasado año (uno de mis topos estimaba el descenso entre el 20% y el 30%). Tres: se confirma el cambio generacional; las colas ante los autores tradicionales se quedaron cortas frente a las de blogueros, tuiteros y emergentes de redes sociales. Cuatro: parece que a esta Reina tan flaca y zanquivana (no se inquiete, Majestad: no es nada malo) que tenemos ahora le interesan más los libros que a su antecesora; la primerísima dama compró con nuestro dinerito ensayo, novela y hasta un cómic, cuyos títulos ha aireado la prensa para delicia de sus editores; como la muy bienquista —por libreros y suplementos literarios— Acantilado, que, certificando el derrumbe de las albarradas que antaño separaban alta y baja cultura, enviaba hace poco un e-mail en el que publicitaba con cierta retranca irónica (tongue-in-cheek) que la Reina le había regalado a Penélope Cruz su libro Las pequeñas virtudes, de Natalia Guinzburg; en el mismo correo se incluía un enlace a la revista ¡Hola!, el semanario ahora cultural que se había hecho eco del momento y que, por cierto, llevaba asimismo en portada la foto de los Vargas Llosa disfrazados de tanguistas. Cinco: este año se produjo un cambio del protocolo inaugural (¿en aras de la seguridad o a causa de los vertiginosos tacones de aguja de doña Letizia?) que acortó la caminata, lo que provocó que parte de los feriantes se quedara al margen de la comitiva de prebostes y prebostillos; la verdad es que no se perdieron nada. Seis: se confirma la paradójica tendencia de que los editores independientes (sobre todo los más pequeños) son casi los únicos que editan puntualmente su catálogo en papel: los otros parecen abrigar menos ilusiones acerca de su legado, allá ellos. Y siete: tras el paseo por la Feria, rebosante de tentadores libros que quisiera leer, me vinieron a la cabeza (siempre he sido un repipi) un par de versos de la Oda a una urna griega (Keats), que ahora transfiero en homenaje al libro de papel: “Cuando la vejez consuma a nuestra generación / tú pervivirás entre otras ansiedades diferentes a las nuestras / amigo de los hombres…”.

Clásicos

La Feria (y las librerías) rebosan de clásicos. Permítanme que, entre la montaña de novedades, les recomiende tres. Los demonios (Alba), de Dostoievski, en nueva traducción de Fernando Otero que viene a añadirse, con la ventaja del prestigio del sello en que aparece, a las también asequibles de Juan López-Morillas o Luis Abollado (mucho mejores que la indirecta de Cansinos Assens); la enorme novela (en todos los sentidos del término), que ha fascinado a lectores y escritores desde su publicación (1872), pone en juego una galería de poderosos personajes que el tiempo ha convertido en arquetipos: los Verjovenski, Kiríllov, Stavroguin, Varvara Petrovna, Shatov, además de un estupendo elenco de “secundarios” que certifican la capacidad del autor para mover a un gran grupo de personajes complejos que suscitarán el rechazo o la adhesión del más renuente de los lectores. Cuentos completos (Valdemar), de Joseph Conrad (1857-1924), reúne, en traducción de Fernando Jadraque, toda la narrativa breve del polaco que terminó convirtiéndose en uno de los grandes maestros de la prosa inglesa. El volumen (procuren que no se les caiga sobre el pie: 1.450 páginas) incluye, además de auténticas maravillas de la nouvelle como ‘El duelo’, ‘Tifón’ o ‘El corazón de las tinieblas’, todos los relatos y novelas cortas tal como aparecieron recopilados en libros entre 1898 y 1925. Cuentos medievales (De Oriente a Occidente), publicado por la Biblioteca Castro, incluye (en edición de María Jesús Lacarra) tres colecciones de cuentos medievales que han influido decisivamente en el imaginario occidental (de El libro del buen amor al Decamerón y más allá): ‘Calila e Dimna’, el ‘Sendebar. Libro de los engaños de las mujeres’ y (los) ‘Siete sabios de Roma’. Si quieren saber de dónde venimos (literariamente), no se lo pierdan.

Espejos

La primera vez que supe de la existencia de A través del espejo (1871), el segundo de los libros que Lewis Carroll consagró a Alicia (el primero, en versión reducida de la editorial Juventud, formaba parte de mi pequeña biblioteca infantil), fue gracias a Vicente Molina Foix, quien me dejó leer (hablo de la prehistoria) la copia de un mecanoescrito de un tal Ramon Moix (entonces aún no se le conocía por Terenci) que se llamaba El desorden, y que acabó publicándose, ampliado, corregido y traducido al catalán, y luego retraducido al castellano, como El día que murió Marilyn (Lumen, 1970); en la página de citas del manuscrito de Terenci había una del libro de Carroll que me ha acompañado desde entonces: “En un país de las maravillas descansan / soñando mientras los días pasan / soñando mientras los veranos mueren”. El terceto forma parte del poema final del libro, y mi traducción, quizá demasiado literal, poco tiene que ver con la que realiza Andrés Ehrenhaus en su (notable y bien adaptada al público infantil) traducción de Alicia a través del espejo (Nórdica), un álbum ilustrado por Fernando Vicente (que se revela como un digno sucesor, a su manera, del gran John Tenniel) que se publica al mismo tiempo que se estrena la iconoclasta versión cinematográfica de Tim Burton. El libro, de carácter mucho más osado y vanguardista que su antecesor, fascinó a los surrealistas (y a Jacques Lacan), que vieron en la omnipresente imaginería del espejo (el título original era Al otro lado del espejo y lo que Alicia encontró allí), en sus bruscos cambios de tiempo y espacio y en el recurrente motivo del ajedrez (obviado en esta adaptación infantil) una enorme cantera de hallazgos literarios. Si les pica la curiosidad y quieren leer una versión para adultos, les recomiendo vivamente la estupenda Alicia anotada, de Martin Gardner (Akal, 2010), traducida por Francisco Torres Oliver. De nada.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_