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Miguel de la Quadra Salcedo, una aventura constante

Jesús González Green evoca la figura del periodista, amigo y compañero en TVE, fallecido hace una semana

Miguel de la Quadra y Jesús González Green en una imagen de archivo.
Miguel de la Quadra y Jesús González Green en una imagen de archivo.

Cuando yo entré, por enchufe, en la TVE, coincidí con Miguel de la Quadra Salcedo en el telediario 24 h que dirigía Martín Ferrán. Esa noche Manolo quería hacer un cierre especial para Navidad y, ya a punto de empezar, se angustió porque, para que aquello saliera bien, necesitaba un par de cisnes. Y nos pidió encarecidamente que lo consiguiéramos para ¡ya!, como se solían pedir las cosas en este mundo informativo.

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Miguel y yo nos fuimos en el seiscientos al lago del Palacio de Cristal, de noche cerrada; enseguida vimos la banda de patos, ya con el pico debajo del ala para dormir pero, al echarnos encima, salieron en desbandada, la mayoría al agua. Hubo un par de ellos que se refugiaron entre las matas del borde, y corrían horrorizados, estirando el cuello. Los perseguimos agachados por aquella pequeña selva, cada uno por un lado, hasta que conseguí agarrar una pata -del pato- que reaccionó con grandes aletazos y sonoros graznidos; pero más gritaban dos grises, -policía armada- que aparecieron y nos ordenaron parar y ponernos de pie.

Siguió una agria discusión, porque no podían entender lo que le contábamos, hasta que uno de ellos se quitó la gorra y dijo cambiando el gesto: "Pero, ¡Si es usted don Miguel de la Quadra!, pero, don Miguel, ¿qué están haciendo?". Nos escoltaron hasta Prado del Rey, con Manolo ya en el estudio, que pidió pasáramos en silencio, extendiendo la mano hacia nosotros para decir, mirando a cámara: "Y aquí está, por fin, el cisne de nuestro cuento de Navidad, convertido en pato". Los guardias estaban radiantes.

Miguel era una aventura constante en su forma de ser, de enfocar las cosas, que siempre tenía una repercusión. Para él era una necesidad montar estos números que, sobre todo, le divertían. Algunos, como ir mirando para atrás y chocar con un poste, hacerse le muerto o, su favorito, ponerse cerca de la mesa repleta de canapés, vasos y botellas de un cóctel y simular un desmayo que justo le hacía caer sobre aquello que se derribaba con un ruido y confusión notables.

Le divertía salirse del guion.

Quedamos un día en mi casa y llamó para decir que venía dando un paseo. Estábamos a unos cinco kilómetros de distancia, pero, lo que hubiera sido una visita para comer en cualquier humano normal, se convirtió en un viaje de enviado especial que va contando una crónica en directo.

"Me parece que me he perdido y he dado una vuelta enorme, ya, ya lo veo, ahora te llamo". "Han puesto aquí una valle tremenda y tendré que volver, te llamo". A todo esto había llamado a un amigo del ABC para otra cosa, y le había contado por dónde iba. "Oye", me llama, "el río [Guadarrama] viene muy crecido y voy a buscar un vado por donde pueda cruzarlo. Nada, imposible, voy a buscar otro paso, ya te digo".

Después de un largo silencio, llama el amigo periodista. "Oye, ¿Ha llegado ya Miguel? Tenía que contestarle a una consulta". Miguel deja de emitir. El amigo vuelva a llamar. Llamamos a Felipe Garrigues que tiene su finca en esa parte del río. No lo había visto. Ya estamos en estado de alarma, el periodista llega con un fotógrafo; sigue el silencio y decidimos... ¿Llamar al ayuntamiento? ¿Al Samur? Quizá se ha ahogado en el río... tal vez tengamos que hacer un movimiento de avanzada para rescatarlo. Al final aparece tan tranquilamente, como diciendo "¿qué pasa?".

Cuando un amigo se va, se lleva una parte de nosotros, deja un vacío en nuestro entorno, en nuestra actividad, una llamada por teléfono, una cerveza con prisa o una charla interesante. Nos falta algo. Pero si ese amigo era Miguel, nos falta mucho más.

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