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Giróvago

Al final, la música, la danza, la caligrafía, cualquier arte, el amor mismo, son apetitos desordenados a la captura de un sentido iluminador

Recuerdo, hace ya aproximadamente un cuarto de siglo, la fuerte impresión que me causó una exposición sobre miniaturas persas en el Museo Du Menil de Houston. Conocía algo sobre la agitada historia, el arte y la literatura de esta civilización milenaria, pero, a partir del siglo XIII de nuestra era, se produjo uno de sus deslumbrantes renacimientos, cuando se fraguó un pensamiento místico sufí, el inicio de esa maravillosa tradición miniaturista y, sobre todo, el exquisito bagaje poético, con figuras como Omar Khayyâm (hacia 1045-hacia 1130), Farid ud-Din Attar (hacia 1145-hacia 1220) o Yalal ud-Din Rumi (1207-1273). De este último se ha publicado en una edición bilingüe su libro Rubayat (Alianza), con una selección y traducción de Clara Janés y Ahmad Taherí, junto con una preciosa caligrafía de Mehdi Gamrudi, digna de contemplarse aunque uno no sea capaz de descifrarla. A pesar de que la musicalidad original de los versos se pierda para el profano, así como los alados trazos de su escritura, nos queda el sentido de los mismos como un sugerente eco de su belleza. Por lo demás, no es la primera vez que se edita en nuestra lengua la obra de Rumi, pero es de agradecer esta hermosa versión, cuya sencillez no nos hurta ninguno de sus potenciales encantos.

Al final, la música, la danza, la caligrafía, cualquier arte, el amor mismo, son apetitos desordenados a la captura de un sentido iluminador

“El hombre está escondido en su lengua”, afirmó Rumi, como nos recuerda Clara Janés en el sustancioso prólogo que se adjunta a la presente edición, así como lo que dijo acerca de cómo “la raíz de todas las cosas se halla en el habla y las palabras”, constituyéndose en la clave de nuestra existencia y el sentido del mundo que nos rodea. De manera que Rumi busca lo absoluto a través de las palabras, habladas o escritas, sin restarles por eso su sustancial musicalidad, su grano, su ritmo y su embriagante cadencia. Eran aquellos tiempos, en los que un poeta lo era sin por ello dimitir de su pensamiento, que es estático y móvil; vamos de pararse o de echar a andar. Rumi se enamoró de un heterodoxo rapsoda, Shams de Tabriz, cuya incontinente audacia le acarreó la muerte. Pero “como no hay bien que por mal no venga”, esta inconsolable pérdida arrojó a Rumi a la ebriedad de la música y de la danza, atribuyéndosele la invención de los fascinantes movimientos girovágicos de los derviches, en los que los inspirados bailarines sufíes, dando vueltas sobre sí mismos, logran una ascendente velocidad de crucero hasta arribar al cielo.

¿Cómo si no hablar con Dios, a cuya conversación solo se accede mediante lo que el propio Rumi calificó como “la fantasía de la alocución divina”? ¿Cómo, en efecto, lograr elevarse sobre uno mismo sin el debido voltaje y su sinergia enloquecida? En uno de sus poemas, llamados “rubai”, Rumi escribe: “No hay quien de alguna pasión no esté preso. / No hay quien allá en su cabeza no albergue locura. / Del hilo de dicho delirio que eleva asoma la punta: / visible conforma su invisible asiento”. Desde luego, en arte, no solo hay que “sacar los pies del plato”, sino que es preciso dar vuelo a la cabeza hasta que se estrelle. ¿Es quizá pedir demasiado a quien se arrastra por el suelo con aprensión? Pero el arte ha de volar si quiere abandonar lo rastrero de la condición mortal. Al final, la música, la danza, la caligrafía, cualquier arte, el amor mismo, son apetitos desordenados a la captura de un sentido elevado iluminador. De esta manera, la girovagia mueve montañas y salta por encima del muladar de lo temporal, lo que explica que otro poeta-místico posterior a Rumi, Juan de la Cruz, pudiera escribir eso de que “Volé tan alto, tan alto, que di a la caza alcance”.

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