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PURO TEATRO

Juana la Cuerda lo cuenta todo

Humanísima y comunicativa, Concha Velasco borda el rol de Juana I de Castilla, escrito a su medida por Ernesto Caballero y dirigido con esmero por Gerardo Vera

Marcos Ordóñez
Concha Velasco, en el papel de Juana I de Castilla.
Concha Velasco, en el papel de Juana I de Castilla.

Juana I de Castilla, mal llamada “la Loca”, es un personaje fascinante. Sin embargo, en teatro, hasta hoy, solo acostumbran a reseñarse dos interpretaciones: Margarita Xirgu en Santa Juana de Galdós e Irene Gutiérrez Caba en Los comuneros, de Ana Diosdado. En cine otras dos, igualmente separadas por muchos años: Aurora Bautista en la pelícu­la de Orduña, sobre la melodramática pieza de Tamayo y Baus, y Pilar López de Ayala, en la de Aranda. De golpe, Irene Escolar la encarna en la serie Isabel y en el filme La corona partida, de Jordi Frades; Laia Marull hace lo propio en Carlos, rey y emperador, y Concha Velasco protagoniza Reina Juana en el madrileño Teatro de La Abadía, un monólogo de Ernesto Caballero dirigido por Gerardo Vera.

La actriz transmite una emoción viva y sincera y su simpatía arrasadora. Le funcionan de maravilla los giros de humor

La reina Juana me fascina por su rebeldía, su carácter independiente y su resistencia. Su madre, Isabel la Católica, ya arrugó la nariz ante su “escepticismo religioso y poca devoción por el culto”, como cuenta Miguel Ángel Zalama, pero quienes la fastidiaron a modo fueron los hombres de la familia. Su padre, el rey Fernando, la apartó del trono para que no reivindicara derechos dinásticos. Su marido, el archiduque Felipe de Habsburgo (“el Hermoso”), la excluyó del trono; su hijo, el emperador Carlos I la obligó a tomar los sacramentos amenazándola con la tortura. Y su nieto, Felipe II, le envió como confesor al jesuita Francisco de Borja para que rastreara si se había pasado al protestantismo o a la causa de Satanás. Fue una mujer, al parecer, de una sensibilidad superlativa, con una cierta tendencia a la fabulación y el desequilibrio. Raro sería lo contrario: la hicieron pasar por loca para incapacitarla, le robaron el reino y a sus hijos, y la encerraron durante casi cinco décadas. Leo que murió a los 75 años: solo una mujer muy fuerte y muy vital puede aguantar ese tute.

Reina Juana transcurre la noche anterior a su muerte. El texto me recordó a aquellos Paisajes con figuras que Antonio Gala cocinó para la televisión de los años setenta. Ernesto Caballero ha imaginado su confesión al jesuita y dibuja a una mujer tan lúcida como apasionada: “Bienaventurados los que se entregan en cuerpo y alma a los brazos del prójimo porque de ellos será el reino del amor”, le hace decir. Su Juana sabe perfectamente que Felipe de Habsburgo se casó con ella para aumentar su poder, pero le quiso y le quiere (“Mi ángel carnal”) y no lamenta ni uno solo de los momentos que pasaron juntos: me gusta mucho el pasaje alucinado en el que evoca el acarreo del cadáver por villas nocturnas, negándose a separarse de él. Reivindica también, pese a todos los pesares, el amor hacia sus padres y su hijo Carlos: cuando los Comuneros le proponen que sea su reina y encabece el levantamiento contra el emperador, renuncia en el acto. El sorprendente eje del monólogo es su eterna renuncia al poder, que “transforma a los humanos y les roba el alma”.

El público recibe con prolongados aplausos y bravos el montaje, que hará gira, merecidamente, por toda España

Todo en este espectáculo, producido por Seoane y Colubi, está cuidadísimo. La escenografía, que firman Alejandro Andújar y Gerardo Vera, es una preciosidad. Al principio más bien parece una mazmorra medieval que el palacio de Tordesillas, pero comprendo que se trata de un espacio mental, abierto a todos los viajes de la memoria, y esos muros de madera por los que se filtra la luz, exquisitamente modulada por Juanjo Llorens, hacen pensar en los que utilizó Welles en Campanadas a medianoche, y sobre ellos proyecta Álvaro Luna un gran trabajo videográfico, alternando retratos de los personajes históricos y ráfagas de filmaciones (esas obsesivas campanas) que le dan al montaje un poderoso aire de película en blanco y negro, a ratos casi expresionista. Está muy bien elegida la música (Bach, motetes de Josquin des Prés) y hay la mínima utilería. A la izquierda, un reclinatorio. A la derecha, un camastro que se convertirá en el barco que lleva a Juana adolescente hacia Flandes. La voz y el rostro son los protagonistas. Concha Velasco tiene la edad y la fuerza del personaje. La palabra “entrega” es la primera que viene a la cabeza y es cierta, pero hay que señalar que se trata de una entrega tan rotunda como radiante. La Velasco no te hace ver el esfuerzo, cosa siempre muy de agradecer. Exhala la felicidad de estar haciendo teatro con un texto a la medida, un personaje espléndido, y en un espacio ideal, a pocos metros del público. Se muestra, como siempre, comunicativa, llena de humanidad, con una dicción clara y vigorosa. Transmite una emoción viva y sincera, y esa simpatía arrasadora que es su marca de fábrica: hasta interpretando a una asesina serial caería simpática. Son también sus bazas una gran claridad expositiva y su capacidad de encantar, como quien cuenta un cuento.

Le funcionan de maravilla los giros de humor. Siempre ha bordado la comedia, una comedia natural, en la que el público puede reconocerse, pero también hay vitalidad y sorna en la rabia y el dolor al narrar de qué tremenda manera la invisibilizaron. Sirve con gran finura los sentimientos a través de la descripción, como cuando evoca, con un lirismo muy bien medido por Caballero, la comparación entre los campos de Castilla y la exuberancia de su nuevo país. Gerardo Vera firma aquí una de sus mejores puestas. Solo le pondría un par de pegas: creo que hay momentos en los que la actriz enfatiza algunas líneas rozando el engolamiento y tampoco me parece necesario desorbitar los ojos o forzar el tono infantil cuando se dirige a la reina Isabel. Pegas menores de un espectáculo cosido a mano y que el público recibe con prolongados aplausos y muchos bravos. Girará, merecidamente, por toda España.

También he visto Els cors purs, de Oriol Broggi, en el Romea de Barcelona, que combina Los muertos, de Joyce, con Mary de Cork, de Joseph Kessel. Excelentes, delicadísimos trabajos de Borja Espinosa, Miranda Gas y Jacob Torres. Le sobra algo de oscuridad y le falta mayor proyección vocal, pero es un montaje con mucha emoción, belleza y riesgo. Y una preciosa música en directo, de las mejores que he escuchado en un teatro. En breve se lo cuento.

Reina Juana, de Ernesto Caballero. Dirección: Gerardo Vera. Teatro de la Abadía (Madrid). Intérprete: Concha Velasco. Hasta 12 de junio.

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