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La vida bajo mano

'Victòria', de Pau Miró, supera las anteriores creaciones del dramaturgo hablando de una posguerra alejada de clichés e ingenuidades militantes, donde todos tienen secretos

Marcos Ordóñez
Pere Arquillué, Emma Vilarasau y Mercè Arànega.
Pere Arquillué, Emma Vilarasau y Mercè Arànega.TNC

Si les gustó Llueve en Barcelona o Jugadores, de Pau Miró, les gustará mucho Victòria, que acaba de estrenarse en el TNC catalán y es todavía más amplia, más rica, más intensa. Su lenguaje es conciso, lleno de ecos, extraordinariamente trabajado. No es fácil escribir una función sobre nuestra posguerra sin caer en clichés o en ingenuidades militantes. La palabra que le da título alude a un arduo triunfo y es el nombre de la protagonista, una mujer que tras la muerte de su esposo decide ponerse al frente de su barbería, en el barrio chino de Barcelona. La acción transcurre en 1951, cuando los tranvías circularon vacíos como protesta ciudadana por el aumento del precio del billete: algo comenzaba a moverse un poco.

“Yo no soy de tener ideas, o ideales, o como quiera llamarle”, dice Victòria. “No me ha hecho falta. Soy una mujer práctica que ha vivido una vida práctica. El 26 de enero levanté el brazo como tantos otros. Mi marido dijo que si lo hacíamos tendríamos más clientes, y así fue. No soy estúpida, sé que hay gente que sufre mucho. Pero te acostumbras a mirar hacia otro lado”. Victòria (Emma Vilarasau) empieza descubriendo que su adorado esposo no era quien parecía ser y acabará comprobando que en una posguerra todos tienen secretos. Y ella también terminará teniéndolos.

Pienso en vasos comunicantes: Juan Marsé se cruza con Marcel Aymé y con el De Filippo más duro

La nueva y ambiciosa función de Pau Miró habla, pues, de la vida bajo mano. De traiciones, delaciones, cambios de bando. De resistencia y pasiones ocultas. De palizas y mercado negro. De engaños, renuncias y corrupciones para ir tirando. De muchos muertos que vuelven en sueños. Victòria es un precioso personaje, que piensa en voz alta, se interroga y cambia. Una mujer valiente: “No puedo decir que no tenga miedo. Lo tengo, y mucho. Me muero de miedo solo por estar diciendo esto. Pero tenemos que vivir. O al menos intentarlo”.

Dos hombres, un ganador y un perdedor, rondan la barbería. Un falangista (Jordi Boixaderas) que controla el barrio. Viste siempre de uniforme, pero no lleva bigotito tópico, ni es un animal achulado, ni vocifera. Un profesional, peligrosamente inteligente. “Me gusta el otoño. Es como si todo volviera a su lugar tras el desorden del verano”. No es una frase “poética”: la dice hablando del tiempo, pero ilustra muy bien su forma de ser. Todo lo que dice este personaje es una declaración o una indagación, y a menudo ambas cosas. El perdedor es un maestro (Pere Arquillué) que una vez fue feliz y quiere dejar de tener miedo. Y conseguir un nuevo trabajo. “¿A qué se dedica usted?”, le pregunta la cantante. “Hago lo que puedo”. “Qué coincidencia. Los dos nos dedicamos a lo mismo”, responde ella. La cantante (Mercè Arànega) trabajó en el music hall antes de la guerra. Ahora cose y cose y hace compañía a Victòria, y quiere sacar adelante a su hijo (Nil Cardoner), aprendiz en una carpintería. Al chaval le gustan las películas, los tebeos, el boxeo (a ratos: le pegan demasiado) y las novelas. Sobre todo las novelas, porque “ahí las cosas parecen de verdad”. Tiene un padre que se fue y que no ha vuelto. Todos los números, pues, para convertirse en escritor. Recuerda al prototípico adolescente de Marsé, pero mientras veía la obra también pensé en el humor imprevisto y extraño de algunas novelas de Marcel Aymé: Le chemin des écoliers y Uranus. Ese tono, que merodea como un gato a lo largo de la primera parte, va dibujando la época sutilmente, con salpicaduras de comedia ligera, y no tardas en advertir que los personajes hablan así para esquivar las brasas todavía ardientes, los pozos mal cerrados.

Pienso en vasos comunicantes en un mismo mapa: la ronda Marsé se cruza con el pasaje Aymé y con la vía De Filippo, el De Filippo más duro, con más heridas de guerra creciendo como mala hierba entre los adoquines.

En la casa de la barbería vive también el hermano del marido. El hermano (Joan Anguera) es otra sombra. Era limpiabotas, pero ahora le cuesta seguir arrodillándose. Intenta cultivar un huerto del que no brota nada. Habla poco, pero cuando lo hace puede soltar frases como trallazos: “¿Qué esperabas? ¿Comportarte como un puerco y no sentirte como un puerco?”. Ahora que me acuerdo: a excepción de Victòria, los personajes no tienen nombre. El maestro, la cantante, el falangista, el chico, el hermano. Justo a punto de acabar la primera parte llega una muchacha enigmática (Mar Ulldemolins). Como es enigmática, conviene no decir nada sobre ella.

La segunda parte comienza, todavía con algunas brisas de comedia, durante la verbena de San Juan. Pero alguien ha dicho “esto no es un juego” y, decididamente, no lo es: pronto va a crecer la oscuridad como un charco de agua sucia. Un conflicto moral de hondo calado se impone y revela (bajo presión, como es costumbre) diversas verdades y estaturas de los protagonistas. Miró resuelve, de nuevo, otro envite: modular, sin traqueteos, sin caer en las facilidades del melodrama, la cadena de revelaciones. Está muy bien dada la desertización de la historia y el afloramiento de una gran emoción.

Por texto, por interpretaciones y por puesta, Victòria es de lo mejor que he visto esta temporada

La barbería de Max Glaenzel, que ocupa el escenario de lado a lado, es deslumbrante, pletórica de detalles. No me suelen gustar las escenografías cinemascópicas, pero esta vale la pena, y entiendo que hay que llenar la ávida boca de la sala grande. Hubiera preferido, por su cercanía y su intimidad, el escenario de la pequeña, pero comprendo también que esta función puede tener un notable éxito de taquilla, y le viene al pelo, por tanto, el aforo superior. De orfebrería, igualmente, son las luces (David Bofarull), el sonido (Damien Bazin) y el vestuario (Berta Riera).

Los siete intérpretes están eminentes, sobrios, con verdad constante y una gama de ritmos admirablemente conjuntados. Solo un par de pequeñas pegas. Nil Cardoner tiene presencia, gracia y aplomo, pero le falta mejorar su dicción, porque a ratos cuesta un poco entenderle. Y creo que son redundantes las imágenes proyectadas en los espejos: el talento de los actores basta para hacernos ver lo que bulle tras los ojos de tal o cual personaje. Por texto, por interpretaciones y por puesta, Victòria es de lo mejor que he visto esta temporada. Rotundamente: no se lo pierdan.

Victòria, de Pau Miró. Dirección: Pau Miró. Intérpretes: Emma Vilarasau, Pere Arquillué, Mercè Arànega, Jordi Boixaderas, Nil Cardoner, Joan Anguera, Mar Ulldemolins. Teatre Nacional de Catalunya (Barcelona). Hasta el 12 de junio.

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