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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una tarde con Ernesto Collado

Una tarde con Ernesto Collado siempre es un turbión de relatos, de viajes, de proyectos. Collado cuenta como nadie, con los ojos encendidos. Escucharle siempre me da ganas de escribir. Lo difícil es resumirle en una columna. Tardó en dedicarse al teatro. En su adolescencia se enamoró de los caballos, y en Londres trabajó de mozo de cuadra (“petisero sería la palabra”) del príncipe Carlos en los torneos de polo. Le deslumbró Diana de Gales. Literalmente, me dice: exhalaba luz. Una camisa blanca, unos tejanos, la cara lavada. Años más tarde, en un bar de trabajadores, ante un plato de fish and chips, su única comida del día, se hizo el silencio. Acababan de dar por televisión la noticia de su muerte y aquellos tipos grandes como armarios rompieron a llorar y a abrazarse, y lloró con ellos. En sus palabras todo son fulguraciones encadenadas. Vivió en Michigan, enviado por su padre, para estudiar veterinaria. El invierno era atroz y no logró conectar con nadie, salvo con una perra llamada Sheena, una pastor alemana cruzada. Pasaba horas con ella, siguiendo rastros de ciervos en la nieve. Era su juego favorito, eso y la lectura, un libro tras otro. Su padre quería que se ocupara de sus tierras y sus cuadras, pero los libros dieron fruto: cuando volvió a España ya había decidido estudiar teatro.

“En Barcelona”, me cuenta, “trabajé en series y en películas que no me gustaban pero me daban dinero. Con Armand Villén montamos el dúo Al Alimón y contábamos historias en bares y cabarets. Eso sí me gustaba. Y el musical Turning Point, que escribí con Alfonso Vilallonga. Un día, haciendo una sustitución en Así que pasen cinco años, de Lorca, me quedé hipnotizado ante el enorme Franco di Francescantonio. Le escuchaba como nunca he escuchado, pensando que iba a olvidar mis líneas, pero las dije como si las dijera otro, como poseído: brotaron. Fue un momento extraordinario, que no volvió a repetirse. En la sala estaba un director de mucho nombre. Me dijo: “¿Tú eres consciente de lo que has hecho hoy?” y me propuso trabajar con él para “pasar a primera división”. Era un regalo, pero dije que no: prefería contar mis propias historias”. Fue una decisión muy difícil que cambió mi vida.

Desde entonces ha trabajado ocasionalmente en textos ajenos, pero predominan (aquí y en media Europa) los espectáculos de su cosecha, solo o con su compañera, Barbara Van Hoestenberghe. O con hermanos de sangre como Piero Steiner, coprotagonista de Constructivo, donde encarnaban a dos albañiles filósofos. En estos días, Collado y Steiner vuelven a ser esos fabulosos personajes en Demoledor, una película que ruedan con Ivó Vinuesa. El próximo julio, el tándem Collado-Van Hoestenberghe presentarán Si sabes lo que hay en el Centre d’Art de Santa Mònica, dentro del festival Grec. Juntos también, en el verano de 2017, seguirán la ruta de Cortázar y Carol Dunlop en Los autonautas de la cosmopista: un nuevo y muy ambicioso proyecto (a caballo entre el teatro, el cine, la danza y los encuentros) que se llamará Qué hacer para estar. Y esto es solo una pequeña parte de lo que me contó Ernesto Collado.

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