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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La maldición de El Pana

El matador mexicano quiso morir en la plaza, pero arriesga a quedarse paralítico

Pudo haber sido un mediocre entre los cuerdos o un genio entre los locos. Y Rodolfo Rodríguez enloqueció quijotescamente para convertirse en un retrato póstumo de Gutiérrez Solana. Y en un pelele de Goya, como desprende la escena de su voltereta en Ciudad Lerdo. Que vivo está El Pana y muerto también porque la fractura de las cervicales amenaza con dejarlo inmóvil, sepultarlo en un hospital.

Sólo le hubiera faltado a la leyenda de El Pana morir en la plaza, responder a la propuesta que Valle Inclán hizo a Juan Belmonte a bordo de un tren, camino de Sevilla.

-Juan, a ti lo que te falta es morir en la plaza.

-Se hará lo que se pueda, don Ramón, se hará lo que se pueda.

Y ha hecho lo que ha podido El Pana. Nunca le salieron bien las cosas, ni siquiera cuando la embestida del torillo colorao, colora mala persona, le provocó los daños prosaicos de un accidente de coche.

El Pana quería morir como Manolete, derramando la sangre, haciéndose eucaristía. No quería morir en una plaza sin leyenda, menos aún cuando los antitaurinos hacen juegos de palabras con Ciudad Lerdo y la desgracia del matador.

No tiene grandeza un topónimo así. Ni grandeza tuvo nunca la carrera de El Pana, reconozcamos las cosas. Que ha cumplido muchos más años, 64 aún tiene, de cuantos le hubieran concedido los caporales y el tequila. El Pana sobrevivió a los balazos de los capataces en las noches de luna y al alcohol que envenenaba su hígado.

Pero no envenenaba su corazón. Que lo tuvo repartido entre burdeles y lupanares. Por eso dedicó el toro de su despedida -2007- al amor bien pagado de las visitadoras.

Traduzcamos, para que conste: "Brindo por las damitas, damiselas, princesas, vagas, salinas, zurrapas, suripantas, vulpejas, las de tacón dorado y pico colorado, las putas, las buñis, pues mitigaron mi sed y saciaron mi hambre y me dieron protección y abrigo en sus pechos y en sus muslos, y acompañaron mi soledad. Que Dios las bendiga por haber amado tanto".

Aquella despedida, reclamada durante meses encadenándose a la plaza, fue curiosamente el pretexto de la reaparición. Ya que me voy me quedo, dijo El Pana, confortado con el triunfo en DF y acaso enardecido por una llamada del presidente de la República. Calderón lo felicitó, excusó la ausencia en el festejo y le perdonó la obscenidad de la dedicatoria, como lo hicieron todos sus compatriotas.

Hay toreros que pasan a la historia por una puerta del príncipe, por un libro o por una cornada en la femoral. El Pana lo hizo con un brindis, revistiendo de bohemia una vida de mal vivir y de peor morir, si es que el revolcón de Ciudad Lerdo, como apuntan las crónicas, lo ha dejado paralítico.

El Pana es un diminutivo de Panadero. Que fue un antiguo oficio de Rodolfo Rodríguez, he aquí el nombre, como lo había sido el de sepulturero, paracaidista y vendedor de golosinas. Y torero. Torero para morir en la plaza. Haciendo todo lo posible para conseguirlo. Pero, como siempre, no lo suficiente.

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