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El "Bolero" de Ravel no es de Ravel

Los derechos de autor no han supuesto nunca un problema para recurrir al Bolero de Ravel como himno orgiástico o como publicidad de un coche, pero han sido liberados de toda implicación pecuniaria desde el 1 de mayo. Y no porque se cumplan los canónicos 70 años desde el estreno -la obra nació en 1928-, sino porque los compositores afectados por las guerras mundiales adquirieron ciertas compensaciones temporales para disfrute, muchas veces, de sus manirrotos sucesores.

La "liberación" del Bolero, por tanto, amenaza con una sobrexposición sin mesura de la obra de Ravel, incordiando incluso el descanso del compositor francés. Que nunca estuvo satisfecho de su partitura más conocida. Y que de tanto renegarla -”está vacía de música, es de una simpleza embarazosa”- le concedió una insospechada publicidad, hasta el extremo de convertirse en el monumento orquestal más famoso del siglo XX.

Se aprovecharon de ella más sus herederos que él mismo. Empezando por su hermano Eduard. Y por un linaje que se enriqueció hasta límites desproporcionados. Calculaba el diario Libération que la música de Ravel ha engendrado 500 millones de euros en derechos. Y que gran parte de ellos provienen del Bolero, superando con creces La pavana para una infanta difunta o el Concierto para piano.

Fueron 15, 16 minutos in crescendo cuya resonancia planetaria sorprendió al propio Maurice Ravel. Los había compuesto diez años antes de morirse en la cima de su carrera y de su vida, pero nunca concibió la partitura como una obra maestra, ni puede si quiera que tuviera en cuenta la extrapolación coreográfica.

Quiere decirse que la popularidad de El bolero en las salas de concierto parece haber sepultado la razón original del encargo. Fue un favor que la bailarina Ida Rubinstein pidió al compositor francés, aunque antes de emprenderla sopesó la posibilidad de orquestar para ella unos pasajes de la Suite Iberia de Albéniz.

El proyecto se malogró porque el maestro Enrique Fernández Arbós adquirió los derechos de "explotación" de Iberia, incluso trascendió que ultimaba la versión orquestal de la obra de Albéniz, de forma que Ravel se negó a perseverar en la aventura. El episodio demuestra que el Bolero surgió como una carambola. Y que Ravel lo compuso para quitarse de la cabeza un aire musical andaluz que le martilleaba la cabeza. Necesitaba exorcizarlo. Y hacerlo en muy poco tiempo, bien por la ansiedad, o bien porque porque le intimidaban las presiones de Ida Rubinstein, mujer ambigua y voluptuosa, cazadora de leones, bailarina carismática, abrumadora en su dominio de la escena parisina.

La complació el maestro con un motivo musical sencillo y repetido hasta el clímax, pero debe recordarse que la dimensión sensual del Bolero, caricaturizada por Bo Derek en el pastiche de la mujer 10, tuvo más que ver con la “cópula escénica” de Ida Rubinstein que con la naturaleza misma de la música. La magnética bailarina rusa hubiera sido capaz de erotizar un saco de patatas y de convertir en lujuriosa una inspección de Hacienda.

La concupiscencia estaba en ella, no estaba en la música. Lo demuestra el hecho de que se produjera una escisión entre la coreografía y la partitura. Que era en el fondo la intención original del compositor, puesto que Ravel no presuponía en en su Bolero una coreografía hacia el orgasmo, sino una inmersión de la orquesta como la sala de máquinas de un gran trasatlántico -conoció una a bordo del France en su viaje de consagración americano- y una respuesta a la fascinación que le produjeron desde joven "las ciudades erizadas de chimeneas, las bóvedas escupiendo llamas y humos rojos y azules, los castillos de hierro colado, las catedrales incandescentes, las sinfonías de correas y de martillazos bajo el cielo rojo".

El pasaje entrecomillado corresponde al memorable trabajo narrativo-biográfico de Jean Echenoz sobre Ravel. Un libro breve e intenso, cuyo contenido y desenlace se atienen al interés de la frase de apertura: "A veces se arrepiente uno de salir de la bañera", escribe el escritor francés en alusión a la placidez y al líquido amniótico con que nos envuelve un baño de agua caliente.

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