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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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El café de los poetas muertos

Un proyecto ambicioso y estupendo sobre los hermanos Antonio y Manuel Machado

Marcos Ordóñez

La acotación inicial dice: “Espacio escénico: una estilización del extinto Café Comercial de la madrileña glorieta de Bilbao que va convirtiéndose en refugio y ruina donde crecerá la hierba. Entra un hombre de aspecto descuidado, con abrigo y sombrero. Lleva un periódico y un par de libros bajo el brazo. Es Antonio Machado”. Así comienza El café de los poetas muertos, de Joan Ollé, un proyecto ambicioso y estupendo que acabo de leer. El director catalán ha armado una suerte de elegía ceremonial para cinco intérpretes (tres actores, dos actrices) que evoca las vidas y obra de los hermanos Machado, Antonio y Manuel, a partir de sus textos en poesía y prosa, junto con cartas, testimonios, y los datos de Ligero de equipaje, la esencial biografía de Ian Gibson, y de Els últims dies de Machado, de Xavier Febrés, entre otros.

Con un oído afinadísimo, El café de los poetas muertos atrapa y destila la metafísica expresada con palabras sencillas de Antonio, y el compás achulado y casi flamenco de Manuel. A su alrededor, muchos personajes comparecen para narrar la historia en primera persona, con voces reinventadas por Ollé. Leonor Izquierdo, el amor adolescente de Antonio, que narra su aventura parisina antes de tenderse “sobre el lecho mortuorio que forman dos mesas de mármol”. Pilar de Valderrama, con líneas de sus memorias (Yo soy Guiomar): la “diosa inalcanzable”, protagonista de aquella blanca y extraña relación de ocho años “en el tercer mundo”, entre sueño y vigilia, y de la demoledora separación al principio de la guerra, que estalla (reza la acotación, casi valleinclanesca) con “ruido ensordecedor, como la cuerda rota del violoncello de Chejov”. Y Juan de Mairena, y Abel Martín, maestros heterónimos, a través del quinteto que, con antifaces, desgranan sus enseñanzas.

La selección de textos es admirable. Ollé muestra y yuxtapone, sin olvidar las loas a Líster y a Franco de cada uno: servidumbres de la guerra. Manuel cuenta su forzado abrazo de la causa fascista en Burgos; Alberti rememora los días de Antonio en la Valencia Republicana. Más oficiantes, en el tremendo tercio final: Jacques Baills, el empleado del hotel de Collioure donde se refugió con su madre, y su hermano José y su esposa Matea. Juliette Figueres, la mercera que les ofreció leche caliente y galletas, y algo de dinero para papel y sellos. Y Ruben Darío, que emerge para cantar el responso de Antonio. Tengo muchas ganas de que esa evocación suba pronto a escena.

Entretanto, Joan Ollé no para. Ha escrito más, mucho más. Me cuenta que El café de los poetas muertos es la primera entrega de un ciclo llamado Poemas para antes de una guerra, que completará pronto con otros dos dedicados a Lorca y a Miguel Hernández. Y anda sumergido en otro proyecto que le está fascinando: adaptar para el teatro La mort i la primavera, la novela salvaje y esotérica de Mercé Rodoreda.

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