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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dos cabalgan juntos, pero no revueltos

Bien vengan los aniversarios si sirven, al menos, para reavivar miradas individuales y colectivas sobre lo que importa

Manuel Rodríguez Rivero
 Jon Finch en el 'Macbeth' (1971), de Roman Polanski.
Jon Finch en el 'Macbeth' (1971), de Roman Polanski.

Es muy posible que, a estas alturas de Babelia, mis improbables lectores se encuentren saciados de tanto bardo y tanto ingenio. Semejante (sobre)cargamento interpretativo y bibliográfico, unido al que desde este Sillón de Orejas he ido suministrando desde principios del año del cuatricentenario de sendos gloriosos fallecidos (“hombres océano”, los llamó Victor Hugo), me invita a ser prudente. Para empezar, bien vengan los aniversarios si sirven, al menos, para reavivar miradas individuales y colectivas sobre lo que importa. En el caso de nuestros dos amigos — como los llamaría Henry James, de quien se hablará más abajo— se ha producido en el último lustro, en los mundos hispánico y anglohablante (es decir, en una nada despreciable porción del planeta), tal avalancha de nuevas publicaciones (de cejas altas, medias y bajas) que su mera ficha bibliográfica requeriría un suplemento con tantas páginas como éste. Eso sin contar las reelaboraciones y reescrituras que, como un reto, los editores han encargado a shakespearianos y cervantinos, y de las que ofrece un ejemplo significativo el desigual, pero en conjunto recomendable, Lunáticos, amantes y poetas (Galaxia Gutenberg), una selección de relatos inspirados en las vidas, obras y personajes del manco y el bardo, compuestos por una docena de “novelistas brillantes” de ambas lenguas. En todo caso, y como es sabido, la carga bibliográfica más apabullante va hacia el de Stratford, quizás porque, como subraya el mexicano Julio Hubard en su artículo publicado en la última entrega de Letras Libres, la historia y la “insolencia” de la lengua inglesa han jugado a su favor. Lo que no deja de ser curioso: Shakespeare, un personaje de cuya realidad histórica o de cuya autoría de las obras que se le atribuyen (y en las que otros ven la mano de Bacon, Marlowe, Fletcher, de Vere, Florio, etcétera) todavía hay quienes dudan, es, seguramente, el escritor de quien más biografías se han escrito (con, por otra parte, notable éxito de ventas). De nuestro Cervantes (desde aquí ya se saludó la última bio de Jordi Gracia), de cuya existencia nadie ha dudado nunca y del que se sabe bastante más, muchas menos.

Escenas

Lo primero que leí de Shakespeare —y perdonen el recurso autobiográfico— fue Macbeth, una historia “pegajosa y espesa como el barro y la sangre”, según dice el polaco Jan Kott en Shakespeare, nuestro contemporáneo (Alba), un libro antiguo (1965) y de “fondo de armario” shakespeariano, imprescindible para comprender el universo dramático del autor. A la edad en que la leí, esa tragedia noir y gótica avant la page, preñada de asesinatos, muertos que regresan, ominosos aldabonazos, bosques que se mueven, brujas y sentimientos desaforados, tenía todo para fascinarme. Mac­beth fue, antes que el Quijote (que —ay— leí mucho más tarde), mi rito de paso literario (junto con Robinson Crusoe). Lo leí, además, en el español castizo y posromántico de Luis Astrana Marín, que, a pesar de posteriores buenas traducciones shakespearianas (Valverde, Conejero, Pujante, Molina Foix, García Calvo, me vienen a la cabeza), sigue enterrado en mi consciencia, incluso cuando lo leo (no tan bien como quisiera) en inglés. Recuerdo, por ejemplo, el modo en que Astrana traducía el expeditivo exorcismo (Aroint thee, witch!) que la mujer de un marinero dirige a una de las brujas (acto I, escena III): “¡Arredro vayas, bruja!”; algo arcaico, sin duda, pero, para mi gusto, con mayor expresividad que los “quita de ahí, bruja” (Valverde), “atrás, bruja” (Conejero) o “atrás, so bruja” (Pujante), y que únicamente recoge García Calvo en su traducción de la tragedia (“¡Arredro, bruja”!). En todo caso, del mismo modo que Cervantes es la piedra angular del arte de contar historias, nadie iguala a Shakespeare en la escena: ahí y en la poesía lleva ventaja sobre su contemporáneo español, como se comprueba repasando (por citar libros recientes) los dos estupendos volúmenes (uno de notas, comentarios y testimonios) de Comedias y tragedias (al cuidado de Luis Gómez Canseco) publicado por la RAE, o el manejable tomito de Poesías (edición de Adrián J. Sáez) de Cátedra. Por cierto que Cátedra, que tiene un buen catálogo de ambos autores, ha publicado recientemente, además del volumen de ensayos y artículos breves de asunto shakespeariano Las burbujas de la tierra, de Ignacio Gracia Noriega, El año de Lear; Shakespeare en 1606, de James Shapiro, un estupendo ensayo biográfico que viene a complementar otro anterior del autor compuesto con igual planteamiento transversal: 1599, un año en la vida de William Shakespeare, publicado por Siruela.

Industria

Es un truismo afirmar que ambos autores se han convertido, además, en sendas industrias ad majorem gloriam (y beneficio) de sus respectivos idiomas. Más en un caso que en otro, claro, como también queda explícito en el distinto planteamiento y nervio con los que Reino Unido (y su ámbito lingüístico) y España (y el suyo) enfrentan el cuatricentenario. La industria de Shakespeare sigue proporcionando pingües beneficios, empezando por esa meca de peregrinos que es Stratford-upon-Avon, uno de los lugares más visitados de la isla británica. Allí, a lo largo de los años, y en torno a la pretendida casa en que nació W. S., ha ido creciendo un complejo formado por otras viviendas atribuidas a familiares del bardo, y que, ¡desde 1847!, está gestionado por el Shakespeare Birthplace Trust. Por cierto que Henry James, de cuya muerte también se conmemora este año el centenario, fue en su tiempo uno de los escépticos más militantes respecto a la autoría de las obras de Shakespeare. Incluso llegó a escribir (en carta a Violet Hunt) que el bueno de William era un auténtico fraude. De hecho, James publicó en 1903 (el mismo año que la genial Los embajadores, Penguin Clásicos) el que para mí es uno de sus mejores relatos de media extensión y, sin duda, la mejor sátira literaria contra los excesos e imposturas de la bardolatría: El lugar de nacimiento (The Birthplace), traducido por Carmen Francí como La casa natal e incluido en el volumen de cuentos y novelas Lo más selecto (Alba, 2005). El relato, que les recomiendo, no solo es una estupenda muestra del elaborado y mesmerizante fraseo jamesiano, sino un prodigio de penetración y tierna ironía.

Coda

Recibo un guásap con la foto del anuncio de una “librería low cost” (es decir, de segunda mano) cuyo texto me parece digno de tener en cuenta para futuras campañas de estímulo a la lectura: “Hay gente que quiere un romance como el de Romeo y Julieta sin saber que fue un romance de tres días y seis muertos. ¡Hay que leer!”. Pues eso: felices Sant Jordi y Noche de los Libros.

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