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VIDEOTEATRO

"Señor Shakespeare: tengo una copia de mi Don Quijote para usted"

Cervantes recibe a Shakespeare en su casa de Valladolid en la primavera de 1605. Luis Merlo y Carlos Hipólito recrean aquel encuentro dirigidos por Manuel Gutiérrez Aragón

Jesús Ruiz Mantilla

Shakespeare, 41 años, ha llegado a Valladolid con la delegación diplomática inglesa nombrada por Jacobo I para sellar la paz con Felipe III, tras largos años de conflicto. Cervantes, de 58 años, vive por aquella época en la calle del Rastro de la que entonces era capital del reino. Jesús Ruiz Mantilla recrea lo que pudo dar de sí aquel posible encuentro entre ambos autores. Luis Merlo (Cervantes) y Carlos Hipólito (Shakespearee), dirigidos por Manuel Gutiérrez Aragón, lo adaptan para la escena en este video.

Cervantes: ¿Y qué le trae por aquí?

Shakespeare: La paz, don Miguel.

Cervantes: Esperemos que dure al menos tanto como la guerra. Su reina de usted, ¿tendría la bondad de describírmela? ¿Todo un carácter?

Shakespeare: Me resulta extraño lo que usted requiere. Fíjese que pese a su nada injusta fama de mujer estricta, austera, no dejó de mostrar atenciones hacia mí persona. Resultó una gran amante del teatro. Imagino que, en medio de sus desvelos para preservar nuestro naciente imperio, suponía una gran liberación para su corsé. Siempre pensé que con su rey, Felipe, de haber logrado la paz en vida, hubiesen hecho migas hasta para contraer nupcias.

Cervantes: Matrimonio fueron, no cabe duda, pero mal avenido…

Shakespeare: Eso es cierto. No le falta a su merced razón. No sé, de todas formas, si dos autores como usted y como yo, vamos a encontrar la debida inspiración en medio de tanta armonía.

Cervantes: Toca tirar del equipaje con la carga de lo vivido, que no ha sido poco.

Shakespeare: O del pasado, siempre, si se atisba a comprender, tan fecundo.

Cervantes: El pretérito en presente continuo representa para mí una de las más gozosas herramientas que cualquier contador de historias pueda emprender.

Shakespeare: Difícil meta. Tan insondable, como concreta, debe tomar cuerpo a los ojos del público que nos contempla.

Cervantes: Me cuentan que es usted un más que reputado actor, aparte de urdidor de dramas y comedias.

Shakespeare: Con eso me gano la vida. Y mal no me va. Actualmente formo parte de la compañía de los hombres del rey, que pasa por ser la más reputada en nuestra querida Inglaterra.

Cervantes: El teatro no ha sido más que cuna de amarguras en mi caso. Pero no en vano le agradezco que me haya llevado a la novela.

Shakespeare: ¿Y confía usted en lograr una fama conveniente así?

Cervantes: Los hechos cantan. Mi don Quijote, recién salido, como quien dice, no ha dejado de depararme gozosas alegrías. ¡Quién lo iba a decir!

Shakespeare: ¿Y de qué criatura se trata?

Cervantes: De un viejo loco, obsesionado con emular a las figuras de las novelas de caballerías, que se lanza en busca de aventuras en mitad de la llanura más hosca, reseca y estéril que usted pueda figurarse. El idealismo de lo insólito cabalgando uno no sabe muy bien hacia dónde.

Shakespeare: ¿Podré leerlo?

Cervantes: Tengo aquí, precisamente una copia para usted.

Shakespeare: Antes de partir, le prometo un juicio. No espere de mí grandes luces.

Cervantes: Sombras son las que me interesan. O al menos, no le tuerza la sonrisa. No deja de ser una parodia sin gran enjundia ni retorcimiento. Le diré en cambio que me considero el primer español que se ha tomado en serio esa tan despreciada forma de la novela y no me ha sido trago de mal gusto. Aun así, como usted podrá leer en el prólogo, me atrevo a sugerir hasta una maña para cocerla.

Shakespeare: ¿Cuáles son los ingredientes, a su juicio?

Cervantes: Alejarse cuanto una pueda de las fábulas caballerescas. Procurar no mendigar sentencias de filósofos, ni milagros de santos. No más que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, acercarse a la intención de uno, dando a entender los conceptos sin intrincarlos ni oscurecerlos. Se antoja procurar, también, que leyendo la historia, el melancólico se mueva a la risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla… En fin, pero, ante todo, espero, que este pobre loco de don Quijote, si bien le inspire piedad y ternura, le lleve de vez en cuando a la carcajada.

Shakespeare: Tan reputada domina la tragedia, que no sabe bien el público lo difícil que se antoja el humor.

Cervantes: Razón no le falta. Bastante gravedad lleva la vida a cuestas como para abundar en desgracias. Pero, cuénteme, ¿cómo es Londres? Me llegan pinceladas llamativas, pero, como puede imaginar, pese a haber pasado la vida dando tumbos, nunca estuve.

Shakespeare: Aquella es una ciudad tan fascinante como inhóspita y hedionda, sajada por un caprichoso río, el Támesis, de cuyos alrededores cuelgan las cabezas cortadas de los ajusticiados a modo de escarmiento. Convivimos con el espanto, acunados de vez en cuando por las flores y el aroma de la leche temprana que nos venden sonrosadas muchachas madrugadoras. A ellas acudimos para respirar cierto aroma salubre si tenemos la suerte de no resbalar en medio del barro que forman los desperdicios caseros. Es ruidosa y altiva. A cada paso sufrimos una reyerta. La cerveza reanima de noche los tejidos que desgastamos de mañana y al mismo tiempo provoca un sueño profundo y reparador, que nos proporciona al menos una porción de paz.

Cervantes: ¿Nació usted allí?

Shakespeare: No señor. Vine al mundo en Stratford-upon-Avon. Allí vive aún mi familia. Tanto mi esposa como mis hijas. Allí tengo enterrado también un trozo de mi carne, al pequeño Hamnet, dios lo tenga en su gloria, muerto a los 11 años…

Cervantes: Mi más sincero pésame.

Shakespeare: Pierda cuidado.

Cervantes: Curioso. También yo me alejé de mi esposa e hijas por largo tiempo. Raptado por un cierto espíritu nómada, supongo que soy un adalid de la huida, o de la búsqueda, como mi don Quijote. O quizás no sea el amor eso que nos cobija eternamente, sino en destellos que uno ha de acostumbrarse a saborear en la memoria, mientras se contenta en sentirse acompañado o tiene la desgracia de quedar en soledad.

Shakespeare: Debí casar joven con una mujer viuda y mayor que yo: la buena de mi esposa, Anne. No me cupo otra, al dejarla encinta. No hay día en que no me arrepienta, por lo demás. Supongo que ella, no tanto. Convivimos en medio de la prudente distancia entre Londres y Stratford, satisfechos entre un saludable pacto de lejanía. Más tarde que pronto, supongo que volveré. Más por mis hijas que por mi ya extraña esposa

Cervantes: Yo hace tiempo que lo hice. Mi noble Catalina, de buena cuna, ha soportado con paciencia mis prolongadas y muchas veces injustificadas –a no ser por ese incontrolable impulso de la urgencia vital- ausencias. Nunca me reprochó nada. Pedí incluso trabajos para la corte en el nuevo mundo y sin dudarlo, allí me hubiera ido de no ser porque la envidia y la ingratitud me dejaron a expensas de leves y ocasionales servicios a la corte. Un buen día regresé y hallé en su paciencia y sus cuidados cuanta serenidad necesitaba para mi aislamiento y el solitario placer de la escritura. Trato de no quejarme, pues.

Shakespeare: Pero, dígame. ¿Adónde le llevaron tantas cuitas? Sé que luchó junto a don Juan de Austria. Nada me gustaría más que me contara en qué consistió aquella empresa. No deja de asombrarme su figura y quizás me sirva de inspiración, no se lo oculto, para un drama.

Cervantes: No le sería estéril, se lo aseguro. Serví a mi señor don Juan, de quien me consideraron largo tiempo protegido. Fui soldado en Italia y África. Junto a él luché en Lepanto, donde perdí la mano izquierda. Cuando tuvo a bien, tras años de servicio, concederme la gracia de regresar a España, al volver de Nápoles, muy cerca ya de la costa, frente a Palamós, nuestra galera fue atacada por el corsario Arnauti Mamí, que nos hizo prisioneros a mi hermano Rodrigo y a mí, llevándonos a Argel. No cejé en los intentos de fuga. Conté tres, pero fueron muchos más. Huir y nada más que huir era lo que le daba sentido a mi vida. La fortuna y la conciencia de que valía más vivo que muerto, quiso que no me colgaran. Mi familia logró reunir, contrayendo no más que cuantiosas deudas, dinero para el rescate… Y aquí sigo.

Shakespeare: Más merece usted entonces una obra que lo inmortalice que ese bueno de don Juan.

Cervantes: Ni mucho menos, amigo. Pero, dígame, ¿cómo sé yo que no viene a mi encuentro en calidad de espía?

Shakespeare: No otra cosa soy. Aunque, descuide, cuanto aquí hablemos, no pasará a informes secretos de la corte, sino, quien sabe… Si la inspiración lograre hacerle justicia, de buena gana lo inmortalizaría a usted y a su señor don Juan a la luz de las tablas. Pero eso mañana, si no le incomoda que pueda regresar y continuemos nuestra charla…

Cervantes: De buena gana…


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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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