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Tren de medianoche

Angela Davis defiende que la revitalización de la democracia debe pasar por la construcción de una alternativa al sistema carcelario

José Luis Pardo

Hay una vieja canción folklórica estadounidense, de principios del siglo pasado, que se titula Midnight Special. Su argumento describe a unos presidiarios afroamericanos que cada noche se hacinan ante las ventanas de sus celdas para ver pasar el tren especial de medianoche, en la creencia de que aquellos que consigan que la luz del tren se refleje en sus rostros lograrán pronto su libertad. Muchas cosas han cambiado desde entonces, sin duda, desde la exitosa lucha por los derechos civiles en la década de 1960 a la llegada de Barack Obama a la presidencia. Lo que Angela Davis cuenta en Democracia de la abolición es que muchos de estos cambios no han llegado a traspasar los muros de las cárceles.

Davis nos recuerda las conexiones entre el viejo código esclavista y la formación del sistema carcelario contemporáneo, que convirtió la prisión en buena medida en un “castigo para esclavos” en el cual el racismo es un componente común de la criminalización de las comunidades negras. Las mujeres afroamericanas, al carecer en general del estatuto de ciudadanía, no podían ser privadas de derechos civiles, y por ello el castigo corporal doméstico siguió persistiendo entre ellas cuando ya había caído en desuso en otros grupos sociales. Cuando entraban en el sistema público punitivo, a menudo eran destinadas a instituciones “mentales” en las cuales se las formaba en los hábitos de sumisión y de dominación masculina. Pero hoy las mujeres han alcanzado la “igualdad” con los varones también en este perverso sentido. Desde la década de 1980 se ha producido una adaptación del sistema carcelario a la vida económica general de EE UU (y del mundo industrializado en general).

La aparición de la “prisión-empresa” ha seguido unas pautas de privatización que han hecho que a principios de este siglo “poner freno a la delincuencia” se convirtiese en negocio, y lo que Davis llama el “complejo industrial-penitenciario” mantiene relaciones estrechas con el viejo y conocido “complejo militar-industrial”, que ha producido un desmantelamiento progresivo de los programas educativos en las cárceles. En este contexto, el índice de mujeres encarceladas crece más rápidamente que el de los varones, y entre la población femenina reclusa el abuso sexual (a veces enmascarado en los “registros corporales exhaustivos”) se ha convertido, explica Angela Davis, en una forma de castigo permanente.

Este diagnóstico inspira en las páginas de este escrito su aliento activista, que es su principal vértebra: la idea de que la revitalización de la democracia debe pasar necesariamente por la construcción de una alternativa al sistema carcelario. Lo que en este sentido se considera “alternativa” a la cárcel no son medios como el arresto domiciliario o el brazalete electrónico. Para Davis, la principal alternativa a la cárcel es la escuela, inserta en un tejido social de regeneración del sistema educativo y de la atención sanitaria gratuita que rompa con el racismo, con la dominación masculina, la homofobia y la discriminación de clase y de género; un tejido de “despenalización” que se oriente hacia una concepción reparadora y reconciliadora de la justicia, es decir, no exclusivamente de retribución y de represalia, que mine la idea de que el castigo es la consecuencia inevitable del crimen y conduzca a una reducción significativa de la población reclusa. Una alternativa reformista pero a la vez utópica como el resplandor del tren de medianoche, que confirma aquello que una vez dijo Gilles Deleuze a propósito de Angela Davis; cuando el juez que instruía el proceso contra ella tuvo un gesto paternalista al considerar que se había convertido en revolucionaria “porque estaba enamorada de Malcolm X”, el filósofo protestó airadamente: ¿y no podría ser al revés? —preguntaba— ¿no será que se enamoró de Malcolm X porque su deseo era revolucionario? Yo creo que tenía razón. •

Democracia de la abolición. Angela Davis. Traducción de Irene Fortea. Trotta. Madrid, 2016. 192 páginas. 13 euros

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