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Primero el laboratorio, luego el diccionario

El encuentro de académicos y expertos de la lengua avisa: sin más hispanohablantes científicos nunca habrá ciencia en español

Javier Rodríguez Marcos
El Nobel de Química, Mario Molina, con algunos de los estudiantes premiados por sus trabajos.
El Nobel de Química, Mario Molina, con algunos de los estudiantes premiados por sus trabajos.EDU BAYER

“El que crea bautiza lo creado”. La frase no es de ningún exégeta del Génesis sino de un estudioso del big bang, José Manuel Sánchez Ron, catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia Española (RAE). De esa forma resume un axioma que se repite estos días en el VII Congreso Internacional de la Lengua de Puerto Rico: sin ciencia hecha por hispanohablantes no habrá nunca ciencia en español. Siete galardonados en todas las disciplinas científicas del premio Nobel —ninguno en física— frente a 11 solo en literatura o cinco de la paz son el pobre balance que esgrime Sánchez Ron para certificar la negligencia de los países que hablan la lengua de Ramón y Cajal. “Cervantes y García Márquez no bastan”, afirma antes de recordar con cierta melancolía la carta en la que el histólogo suizo Albert Kölliker le cuenta a Cajal que está aprendiendo español para leer sus trabajos.

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Uno de los siete nobeles de Sánchez Ron, el químico mexicano Mario Molina, obtuvo el premio en 1995 por sus estudios sobre el adelgazamiento de la capa de ozono mientras trabajaba, no por casualidad, en Estados Unidos. Molina fue uno de los primeros en llegar al Congreso de Puerto Rico. Lleva ya días advirtiendo contra el cambio climático —es asesor de Barak Obama, presidente de EE UU, para ese tema— y contra la dejadez hispana en materia científica. “Hace un siglo el nivel de Corea del Sur en este campo era más bajo que el de Latinoamérica. Se lo tomaron en serio y ahora compramos sus coches”, explica en el Museo de Vida Silvestre de San Juan minutos antes de reunirse con diez estudiantes de bachillerato.

No es casualidad que sea en San Juan donde se celebre un congreso de la lengua tan preocupado por la ciencia. En la isla las clases de biología o matemáticas se imparten en español con manuales en inglés. Emma Fernández-Repollet, profesora en la facultad de Medicina de la Universidad de Puerto Rico, cuenta que fue la influencia de Cajal la que hizo que la neurología esté muy desarrollada en su país, pero certifica que no se traduce la literatura científica: “Los libros que llegan en español vienen de México o Venezuela, y a veces las adaptaciones llegan tarde, cuando todo el mundo usa los anglicismos, o son muy regionales. Tal vez las academias y las editoriales podrían hacer un esfuerzo de agilidad y unidad”. Sánchez Ron, miembro de la comisión de vocabulario científico y técnico de la RAE, explica que ese esfuerzo se está haciendo pero que las palabras viajan a la velocidad de la luz: “Para que un término entre en el Diccionario de la RAE debe tener como mínimo seis años de vida, y hay algunos que caducan de un día para otro. ¿Alguien se acuerda de los floppy disks, los disquetes de los ordenadores? Nosotros llevamos enseguida ‘tableta’ al pleno de la Academia pero todavía hay mucha publicidad que las anuncia como ‘tablets”. Eso por no hablar de la imposibilidad de que toda esa terminología tenga sitio en el DRAE: “Son fundamentales los diccionarios de las academias científicas”.

Aunque suele decirse que el idioma de la ciencia es la matemática, ni lingüistas ni científicos se engañan respecto a la fuerza del inglés como lengua internacional: antes lo fue el alemán y en unas décadas podría, dicen, serlo el mandarín. Todos, no obstante, añaden un matiz: una cosa es la investigación de alto nivel y otra la divulgación. Ahí es donde el castellano tiene recorrido. Sobre todo en lo que se refiere a la medicina, donde es decisivo que todos sepan de qué se está hablando. Sin olvidar que hay enfermedades regionales: no es lo mismo el bosón de Higgs que el mal de Chagas-Mazza. La ciencia habla la lengua de Bill Gates, pero Alzheimer era alemán y la enfermedad a la que dio nombre se escribe ya en minúscula. También en español. 

A solas con el Nobel

El Congreso de la Lengua no termina en el centro de convenciones del barrio sanjuanero de Miramar. La organización promovió hace meses concursos escolares de ensayos sobre literatura y ciencia cuyo premio es el encuentro de los estudiantes con escritores como J. M. G. Le-Clézio, Luis Rafael Sánchez o Mayra Montero y con el Nobel de química Mario Molina. El investigador mexicano se reunió el miércoles en el Museo de Vida Silvestre de San Juan con los diez finalistas del certamen científico. Con un pie en la universidad, los chavales quisieron saber de dónde había salido la intuición de Molina de que algo pasaba con la capa de ozono. Él contó cómo decidió, junto a F. S. Rowland, salir de la ciencia básica para buscar algo práctico: “La química de la atmósfera estaba empezando y decidimos ponernos a ello. ¿Qué mejor para aprender en un campo nuevo que encontrar un problema interesante?”.

El problema eran ciertos gases industriales, los clorofluorocarburos, y el principio de la solución llegó pronto porque el tema “no se politizó”. Justo lo contrario que el cambio climático. Los científicos lo consideran una evidencia pero hay políticos que lo ponen en duda.

El negacionismo ha estado, según Molina, generosamente financiado, pero él insiste: "”alen más caros las catástrofes que producen los cambios extremos de clima que abandonar los combustibles fósiles”. Doctor honoris causa por 40 universidades, Molina compara el riesgo de calentamiento global con el de subirse a un avión averiado: “¿Alguien confiaría en un piloto que nos dijera que, como tenemos prisa en llegar, vamos a volar porque solo hay un 10% de probabilidades de que no lleguemos?”.

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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