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Anatomía del arte de la ficción

Javier Cercas busca en 'El punto ciego' esos espacios de ambigüedad en grandes obras como el 'Quijote' o 'Moby Dick' que permiten al lector apropiarse de la ficción

Dante y Virgilio en el infierno, del pintor William-Adolphe Bouguereau.
Dante y Virgilio en el infierno, del pintor William-Adolphe Bouguereau.Heritage Images (Getty)

Una tarde de 1660, en la corte del rey de Francia, un sacerdote devoto de las ciencias, Edme Mariotte, ejecutó un acto de magia. Colocó ante uno de los cortesanos una moneda de cobre: la moneda desapareció ante la vista del atónito espectador. Mariotte explicó que no había nada de mágico en el experimento. Allí donde nuestro nervio óptico pasa a través del disco de la retina, las células fotoperceptoras están ausentes y el área del campo visual correspondiente resulta invisible para el ojo que lo está mirando. A esa lección de humildad perceptiva Mariotte la llamó “el punto ciego”.

Javier Cercas ha descubierto en ese fenómeno fisiológico una metáfora para la ficción. Cuando en 2014 recibió una invitación de la Universidad de Oxford para ocupar el puesto de Weidenfield Visiting Professor de Literatura Comparada —incluía la obligación de dictar un ciclo de conferencias—, Cercas aceptó y propuso como tema la traducción del hallazgo de Mariotte al campo de la literatura. Definiéndose como novelista, no como historiador, decidió explorar a lo largo de cuatro densos capítulos, un prólogo y un epílogo el arte que conoce tan bien de construir verdades a partir de mentiras, buscando en ciertas grandes obras eso que misteriosamente resulta invisible y presente al mismo tiempo. El volumen que ahora se publica es una versión castellana de aquellas conferencias.

El procedimiento es el siguiente: a partir de una lectura de grandes novelas como el Quijote, Moby Dick y El proceso, y cuentos como Bartleby, Wakefield y Otra vuelta de tuerca, y también obras contemporáneas de Coetzee, Vargas Llosa y del mismo Cercas, El punto ciego nos ofrece una anatomía del arte de la ficción. En algún momento del desarrollo de estos textos, escribe Cercas, “se formula una pregunta, y el resto de la novela consiste, de forma más o menos visible o secreta, en un intento de responderla, hasta que al final la respuesta es que no hay respuesta”. Esto es lo que Borges resumió en la frase memorable que concluye La muralla y los libros (y que Cercas apropiadamente cita): “La inminencia de una revelación que no se produce es, tal vez, el hecho estético”.

Leyendo el Quijote, Cercas señala que su pregunta central (y sin respuesta) es: “¿De verdad está loco Don Quijote?”. Ese “punto ciego” ocupa, por cierto, el corazón de la novela de Cervantes. Pero quizás haya otra aún más pertinente: ¿es justo un acto de justicia que resulta en una injusticia mayor (como el rescate de Andresillo en el capítulo IV)? ¿Qué hacer frente a una acción que parece ser a la vez justamente necesaria e injustamente nefasta? ¿Cómo juzgar el destino de Josef K., condenado a pesar de no definirse nunca su crimen? “Como sabemos”, dice Cercas, “todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Pero ¿es también Josef K. inocente en la práctica?”. Gogol respondió con estas palabras: “Busca saber quién es el juez, quién es el reo, y condénalos a ambos”. La historia de la literatura es la historia de estas respuestas inconclusas.

Desafortunadamente para todo escritor, Borges es nuestro precursor en todo. Buscando entender los comentarios críticos del episodio de Infierno en el que Dante se encuentra con el conde Ugolino royendo el cráneo del cardenal Ruggero, ya en 1948 da su versión del punto ciego que describe Cercas. Ugolino le cuenta a Dante que Ruggero lo encerró en una torre con sus hijos para que se muriesen de hambre, y que ellos se ofrecieron a su padre para que éste los devore. Generaciones de lectores han debatido la conclusión del canto para saber si Ugolino devoró o no a sus hijos. El Ugolino histórico, dice Borges, tiene que haber hecho una de estas dos cosas; no así el del poema. “En la tiniebla de su Torre del Hambre”, concluye, “Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho”.

Si bien Cercas encuentra excepciones a la regla del punto ciego (da como ejemplo, no de forma convincente a mi juicio, El Gatopardo, de Lampedusa, por ser demasiado explícito), afirma que ese “espacio de ambigüedad” permite al lector apropiarse de la obra que está leyendo. Una vez localizado el punto ciego, el lector, dice Cercas, “debe colarse por él para adentrarse a fondo y sin miedo, como un espeleólogo, en territorios que sólo la novela o el relato puede explorar, vedados a cualquier otra forma de conocimiento”. Este acto milagroso convierte al lector en coautor y le otorga la condición de creador.

Tiempo después del hallazgo de Mariotte, fisiólogos descubrieron que nuestro cerebro busca maneras de reparar la ausencia visual de un ojo con información recibida a través del otro, de manera que, por lo general, no percibimos el punto ciego. Sucede lo mismo cuando leemos. Moby Dick, Don Quijote, Anatomía de un instante son, como Cercas demuestra, “novelas de punto ciego”. Pero el otro ojo —el que recuerda otras páginas que reflejan las que está leyendo, y traduce ciertos pasajes presentes a experiencias íntimas pasadas, y adivina e intuye lo que no está en el libro, lo que el autor mismo desconoce—, ese ojo afanosamente llena el vacío con paisajes y personajes imaginarios, guiándonos por mundos ignotos y tal vez inexistentes. Quizá sea esa la misión del lector: ser una suerte de Lazarillo de sí mismo a través de las tinieblas que yacen en el corazón de todo gran texto literario.

El punto ciego. Javier Cercas. Random House. Barcelona, 2016. 144 páginas. 15,90 euros

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