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CRÍTICA / LIBROS

Balada rockera

De extracción más humilde que los pijos de Loriga y de Mañas, el narrador de 'Érase una vez el fin' es uno de estos cuarentones rotos

No hay en la historia de la literatura española una generación más activa en la construcción de su biografía que la de los nacidos a finales de los sesenta y principios de los setenta. Dos décadas después de que Ray Loriga (1967), José Ángel Mañas (1972) o Pedro Maestre (1967) dibujaran en sendas novelas una juventud sin esperanza, Pablo Rivero (Gijón, 1972) publica Érase una vez el fin, cuyo protagonista-narrador confirma los peores augurios: aquellos veinteañeros de ayer son hoy “personas partidas por la mitad (…). Anulados sociales que fueron, durante unos instantes, las mentes más brillantes de su generación”.

De extracción más humilde que los pijos de Loriga y de Mañas, el narrador de Érase una vez el fin es uno de estos cuarentones rotos, un músico que ha hecho un viaje descendente desde un pasado con futuro prometedor hasta un presente sin él. Ha regresado al piso protegido donde viven sus padres, que han acogido también a su hermano cincuentón. Vive de tocar el piano en un burdel y de lo que gana, cuando gana, en las timbas de El Agujero, un garito ilegal en el que coincide con un cocainómano, con un policía asesino, un camello y un fontanero rico que se ha quedado paralítico.

El hilo argumental es muy fino: un mal día en El Agujero le genera una deuda que lo persigue durante todo el relato. No puedo decir más sin revelar el final, lo que indica el modo en el que está construida la historia: más como un cuento largo, sostenido por el estilo y el desenlace, que como una red de conexiones más compleja. Esto no es un demérito; es una descripción. Érase una vez el fin está construida como una sucesión de viñetas de barrio obrero a lo Casavella, que se sostiene gracias a la poderosa voz que habla en primera persona.

El resentimiento que anida en el narrador no proviene de una reflexión sobre el funcionamiento conflictivo del mundo, sino de un conflicto propio

He disfrutado mucho con las oraciones —algunas de ellas proustianas— de este cuarentón devastado. La elegancia de sus periodos sintácticos se mezcla con la insolencia de sus metáforas callejeras y con la brutalidad descarnada de su punto de vista. Tras esta voz hay un excelente prosista, con un oído prodigioso y un extraordinario sentido de la cadencia y el ritmo. Se echaba en falta que apareciera alguien así, capaz de escribir un texto nihilista sin recurrir al laconismo fácil, a la yuxtaposición de oraciones simples; alguien familiarizado con el manejo de la subordinación compleja.

Ciertas observaciones sobre la generación a la que pertenece y algunos brochazos sobre la catástrofe económica de España parecen proporcionar al relato una dimensión política de la que carecían las obras de Loriga o Mañas. Pero sólo lo parece. La verdadera razón del resentimiento que anida en el narrador no proviene de una reflexión sobre el funcionamiento conflictivo del mundo, sino de un conflicto propio, de carácter afectivo. Y aquí es donde la carga política del texto se desactiva.

El relato, que ha bordeado en más de una ocasión el cliché de la marginalidad urbana, con personajes a punto de convertirse en tipos costumbristas —el yonqui, el poli malo, la guarra, el camello—, entra de lleno en la estética de la balada rockera. Al final el texto se enternece. Pero esta humanización del narrador —que se redime por una prostituta— es una necesidad del autor, no del personaje: Rivero necesita esa evolución para que el lector se confíe y se sobresalte más al oír el portazo final que da a todo atisbo de esperanza.

Érase una vez el fin. Pablo Rivero. Anagrama. Barcelona, 2016. 136 páginas. 14,90 euros.

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