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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En la aldea del crimen

Todos están muertos cuando Sender llega a Casas Viejas, pero él reconstruye sus conversaciones y hasta sus pensamientos

Antonio Muñoz Molina
Médicos forenses y periodistas contemplan los cadáveres de las víctimas de la matanza de Casas Viejas (Cádiz, 1933)
Médicos forenses y periodistas contemplan los cadáveres de las víctimas de la matanza de Casas Viejas (Cádiz, 1933)JUAN JOSÉ SERRANO / AYUNTAMIENTO DE SEVILLA

El 13 de enero de 1933, Manuel Azaña, presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, escribió en su diario: “Por la mañana (…) había venido también Casares, que me contó la conclusión de la rebeldía en Casas Viejas, de Cádiz. Han hecho una carnicería, con bajas en los dos bandos”. Casares es Santiago Casares Quiroga, amigo íntimo de Azaña y ministro de la Gobernación, que en las semanas anteriores había ido poniéndolo al tanto de la preparación de una nueva tentativa insurreccional anarquista en diversos lugares del país. Las intentonas habían fracasado, una por una, sofocadas por la Guardia Civil, el Ejército y el recién fundado cuerpo de orden público de la Guardia de Asalto. Solo unos meses antes la República había resistido con éxito un conato de golpe de Estado urdido por el general Sanjurjo y un grupo de militares derechistas y monárquicos. La anotación sobre Casas Viejas es apenas un párrafo en una larga entrada del diario de Azaña, llena, como es habitual en él, de menudos incidentes políticos y observaciones personales casi siempre muy agudas, con esa mezcla de determinación y desapego que es habitual en él.

Probablemente ni Manuel Azaña ni ninguno de sus ministros había escuchado nunca el nombre de esa aldea perdida en el campo de Cádiz, Casas Viejas. Estaba muy lejos de Madrid y las distancias de entonces son muy difíciles de imaginar para nosotros: carreteras sin asfaltar, caminos perdidos, líneas telefónicas inseguras. En la agitación política de Madrid, en el agotamiento de una tarea que a las alturas de 1933 Azaña ya intuiría inabordable —fundar un Estado democrático, secular y moderno, un sistema de educación pública, un modelo de economía y justicia social que empezara a remediar siglos de miseria, sobre todo en el campo—, la noticia, todavía muy vaga y envuelta en rumores, sobre uno de tantos levantamientos campesinos no parecía que pudiera tener ninguna importancia. Durante los meses siguientes no hay más referencias a Casas Viejas en el diario. Para saber algo más del escándalo que estallaría muy pronto hay que buscar en otro lado, en las intervenciones parlamentarias de Azaña respondiendo a las preguntas acusatorias de la oposición, defendiendo con vehemencia la acción de su Gobierno en los hechos de enero, e intentando desbaratar, con informaciones ya mucho más sólidas, la calumnia alimentada por el oportunismo de la derecha republicana y por los medios de comunicación monárquicos y católicos: que en Casas Viejas los guardias civiles y los de asalto habían quemado vivos en sus chozas a algunos de los rebeldes y habían ejecutado a sangre fría a campesinos inocentes, mujeres y niños siguiendo órdenes expresas del Gobierno, y más en concreto de su presidente. En una portada escalofriante de Abc, debajo de una foto de Azaña, están entrecomilladas las palabras que él nunca dijo: “Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga”.

Probablemente ni Manuel Azaña ni ninguno de sus ministros había escuchado nunca el nombre de esa aldea perdida en el campo de Cádiz, Casas Viejas

Vuelvo a los diarios de Azaña y al gran tesoro de sus Obras completas, en la edición de Santos Juliá, porque acabo de leer uno más de esos rescates literarios en los que se ha especializado Libros del Asteroide, Viaje a la aldea del crimen, la crónica tremenda que fue publicando Ramón J. Sender en el diario anarquista La Libertad en los días siguientes a los sucesos, y que amplió y reunió en un volumen un año más tarde, en 1934, a la luz de los informes de la comisión parlamentaria y de las investigaciones judiciales. En 1930, en su novela testimonial Imán, Sender ya había practicado una escritura acerada y urgente, hecha de periodismo narrativo y de influencias americanas y soviéticas, no solo literarias: también se le nota mucho el ejemplo del estilo expresionista y entrecortado del cine documental, o de las películas de ficción que se inspiraban en él, sin que estuvieran claras muchas veces las fronteras entre una cosa y otra. Este Viaje a la aldea del crimen comparte una ambigüedad parecida. Se nos anima a que lo leamos como un reportaje, y es evidente que en sus páginas hay mucha información contrastable, así como una voluntad muy clara de observación y denuncia de realidades espantosas. Pero Sender en ningún momento esconde que no asistió personalmente a una gran parte de lo que cuenta con una riqueza de detalles que solo puede conocer un testigo. Todo el libro está construido en torno a un artificio narrativo, lícito en una novela, pero no del todo aceptable en quien se presenta como cronista. Con espléndido brío literario, Sender empieza por contar el viaje en avión de Madrid a Sevilla tres o cuatro días después de los hechos. Esas páginas tienen un ritmo visual de cine, un nervio de narración vanguardista, arrebatada por la maravilla de la mecánica y la velocidad. El periodista joven que monta por primera vez en avión resume en unas pocas palabras la impresión del momento en que va tomando altura: “Y se contempla el paisaje, que va dejando de serlo para convertirse en mapa”.

Cuando Sender publicó su libro ya era bien conocida la responsabilidad del capitán Manuel Rojas, que mandaba a los guardias de asalto

El reportero moderno ha tomado un avión para ganar tiempo sobre sus competidores, que estarán haciendo el viaje desde Madrid por medios menos audaces. Pero la velocidad es tanta que imagina que va ganando tiempo al tiempo, y retrocede hasta unos días atrás, y así llegó al lugar de los hechos justo antes de que sucedieran, cronista no ya del presente sino del pasado inmediato, que se despliega ante él como una película. En la víspera del advenimiento del comunismo libertario los conspiradores, armados con escopetas, se reúnen en una choza de paja, las cabezas muy juntas, bajo una luz tenebrista de documental. Todos están muertos cuando Sender llega a Casas Viejas, pero él reconstruye sus conversaciones y hasta sus pensamientos. Es magnífica literatura, alimentada por la realidad de lo que Sender sí vio —los cadáveres quemados y mutilados, un hambre tan inaudita que no parece humana, hambre de perros vagabundos, dice—, pero es también ficción, en un grado que no se puede precisar.

Cuando Sender publicó su libro ya era bien conocida la responsabilidad del capitán Manuel Rojas, que mandaba a los guardias de asalto, en la crueldad extrema de la represión y en las ejecuciones a bocajarro de inocentes. Pero Sender, tan hábil en los perfiles rápidos de personajes, ni siquiera menciona por su nombre a ese oficial que dio las órdenes de matar y luego mintió para eludir su culpa. El libertario Sender estaba muy lejos de las ideas políticas del capitán Rojas y de los monárquicos y los ultraderechistas que lo jaleaban, pero su afán por culpar a Azaña, a los socialistas, y a la misma República, de los crímenes de Casas Viejas, su empeño por negar la diferencia entre la Monarquía y la República, contribuyeron a la debilidad y al descrédito del nuevo régimen, y por lo tanto a los intereses de sus enemigos. El mismo Sender dice de pasada que un latifundio enorme junto a Casas Viejas va a ser expropiado en aplicación de la Ley de Reforma Agraria. Pero el Gobierno republicano y socialista de Azaña cayó unos meses después, con gran alborozo de la extrema derecha y la extrema izquierda, y la reforma agraria quedó cancelada una vez más.

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