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ARQUITECTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Torre España, alegoría de la ciudad

El fallido rascacielos madrileño se ha erigido como un potente símbolo de disfunciones y contradicciones políticas y económicas

El edificio España de Madrid en construcción en los años cincuenta.
El edificio España de Madrid en construcción en los años cincuenta. M. Sanz Bermejo

El edificio España es la más contemporánea de las alegorías urbanas de Madrid. Ha demostrado ser capaz de convocar, con su figura anticuada y pesante, múltiples y complejos mensajes de actualidad.

En términos generales, una alegoría es una historia inventada y ficticia en virtud de la cual una imagen o un relato representa o significa algo diferente de lo que es. Hablar alegóricamente es hacerlo figuradamente, empleando imágenes para plasmar ideas y conceptos. Este recurso se asocia con frecuencia a la didáctica, porque permite hacer visible lo que es abstracto, y facilitar la comprensión directa de un concepto a través de una imagen.

La alegoría está vinculada, por tanto, a la duplicidad. La diferencia entre la figura inventada —la imagen— y su significado la hace susceptible de manipulación. Por increíble que parezca, podemos aventurar que el edificio España —rebautizado, en honor a su nuevo propietario, Wang Jianlin, como Wanda— ha sufrido un imprevisto cambio en su significación, transformándose en una gigantesca alegoría de 25 plantas, que demuestra la capacidad de una misma y única figura de representar, enfáticamente, ideas distintas, incluso contradictorias.

La buena noticia es que la arquitectura aún significa algo; la mala, su voraz instrumentalización no solo por los partidos políticos y la prensa, sino también por parte de arquitectos, técnicos y comisiones de patrimonio.

El edificio España representa un error, una anomalía. Es el antirrascacielos, la no-torre.

El edificio España representa un error, una anomalía. Si era un rascacielos — modesto, pero un edificio en altura—, su monumentalidad piramidal, sus fachadas sólidas, la estrechez de las crujías y hasta cinco patios de luces incrustados en su interior demuestran la contradicción técnica, simbólica y funcional en la que está atrapado desde su construcción, en 1953. Es el antirrascacielos, la no-torre.

Una torre en la ciudad es un instrumento especulativo y simbólico que aboga por la tecnología del aligeramiento constructivo, la flexibilidad funcional de la planta y el aprovechamiento económico propiciado por el desarrollo vertical. El edificio Wanda carece de todas estas cualidades. Su falta de flexibilidad —por razones dimensionales, estructurales y, sobre todo, por su incómoda e inverosímil configuración— es un inconveniente objetivo y técnico imposible de minusvalorar si se pretende cambiar su uso.

Más parecido a las moles soviéticas construidas tras la II Guerra Mundial (Universidad Estatal de Moscú, hotel Leningrado…), fue construido a principios de los cincuenta con una escasez de medios técnicos solo comparable a su generosidad de recursos simbólico-ideológicos. La flexibilidad y neutralidad fueron sacrificadas y sustituidas por la extrusión vertical de un bloque convencional —y demasiado estrecho— sobre un basamento profundo.

El resultado representa no solo una rareza sino un error. Desde el punto de vista de la arquitectura como técnica, este es su significado alegórico. Una cosa con la forma de otra, una función instalada en un cuerpo, en un diseño, que no le corresponde.

Pero la construcción de símbolos alegóricos es difícil de prever. La combinación de una figura —el cuerpo— y un significado —aquello que representa— no está sujeta a la lógica o la coherencia, sino a la efectividad, a su capacidad para comunicar, con independencia de la arbitrariedad contenida.

El germen de otra alegoría se encuentra en el enfrentamiento entre Víctor Moreno, director del cortometraje sobre el derribo del edificio iniciado en 2007, y Emilio Botín —David contra Goliat— para permitir la proyección del documental que recogía un año y medio de trabajos de destrucción del interior del edificio.

La alegoría se hizo visible al conectar las imágenes del derribo oculto del interior —una tarea realizada a mano por trabajadores emigrantes de un espacio sin valor alguno en el 90% de las plantas— con la burbuja inmobiliaria, cuajando el mensaje en los formatos alternativos de las redes sociales.

La censura temporal del cortometraje, impuesta por el Banco Santander, intensificó la avidez por más figuras alegóricas: en los trabajos de derribo se vislumbró un símbolo del desdén por la memoria y la identidad de la ciudad y de sus ciudadanos. Para rematarlo, la paralización de los trabajos de derribo en 2008 y el abandono del proyecto de reforma por su “inviabilidad económica en la coyuntura de crisis financiera e inmobiliaria” hicieron del, aún entonces, edificio España la definitiva alegoría de una nación arruinada. Hasta el Santander se rendía

La compra del inmueble por parte del grupo de inversiones chino Wanda en 2014 se realizó abiertamente a cambio de reducir su nivel de protección, y elevó así hasta el paroxismo el nivel simbólico de la imagen herida del edificio, convertido en objeto de una discusión ahora ya abiertamente ideológica. Había que elegir, aparentemente, entre nuestros orígenes o nuestro futuro, un dilema significativo donde los haya. El Wanda era su representación inesperada, su figura alegórica.

Fue construido a principios de los cincuenta con una escasez de medios técnicos solo comparable a su generosidad de recursos simbólico-ideológicos

La reducción de la protección concedida por el Ayuntamiento de la alcaldesa Botella y el presidente González fue elaborada técnicamente por la Comisión de Patrimonio de la Comunidad de Madrid. Esto permitía al fresco capital chino derribar la totalidad de lo que aún quedaba en pie, con la excepción de la fachada frontal a la plaza y de sus dos laterales. Todo por la inversión y el empleo, aun a pesar del sinsentido técnico. Transformado en alegoría y olvidada su condición material —es un edificio de 117 metros de altura construido ¡hace 60 años!—, hay quien cree que se puede cortar, doblar y pegar como si fuera un recortable.

Si en 1953 la torre España no supo adaptarse a los mecanismos inmobiliarios de los edificios de altura y quedó atrapada en los mecanismos simbólicos del Régimen y su falta de medios técnicos, en 2014 renacíamos de las cenizas con las lecciones del liberalismo económico anglosajón bien aprendidas. Porque en Nueva York, Chicago o Londres, los edificios de 20 plantas y 50 años se derriban para construir, en su lugar, nuevas torres de 60 plantas. Así es como invierte el capital en la ciudad entendida como instrumento económico.

Pero, por un instante, habíamos olvidado las leyes de conservación del patrimonio y la tutela administrativa exhaustiva a la que está sometida cualquier iniciativa en nuestras ciudades y que, sin embargo, ni facilitan la vida ni aclaran los marcos de acción. Esta es, en último término, la más significativa de las alegorías construidas con el cuerpo herido del edificio España: la de la rigidez y la contradicción de los marcos legales europeos, la de la inacción involuntaria fruto del marasmo normativo, y la confusión ideológica.

El edificio España, por lógica técnica y de coherencia arquitectónica, o se conserva como lo que es —su estructura y sus fachadas— y se reutiliza dentro de sus muchas e incómodas limitaciones, a cambio de conservar su valor simbólico y su memoria urbana, o se sustituye por otro edificio nuevo, contemporáneo y útil.

Si es un símbolo, un monumento, seamos consecuentes. En tal caso, se conservará como memoria de un tiempo que se acumula en la ciudad de modo natural, su historia. Si es un instrumento económico —y con él la ciudad—, se derribará para sustituirlo por uno técnicamente contemporáneo. Un símbolo, pero de nuestro tiempo. Hay que elegir.

Su actual función alegórica nos obliga a tomar una decisión sobre quiénes somos y quiénes queremos ser. Pero no nos engañemos: a día de hoy y con la ley en la mano, solo puede conservarse. Y los edificios, como casi todas las cosas que han sido hechas por una razón, no se conservan a la carta, sino respetando su lógica interna, aunque en este caso sea una lógica dudosa.

Luis Rojo de Castro es arquitecto y profesor ayudante de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid.

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