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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El testament de la Rosa

Marcos Ordóñez

En junio de 2013, a punto de comenzar los ensayos de El testamento de María, de Colm Tóibín, a Rosa Novell le detectaron un cáncer en fase avanzada que le obligó a abandonar el proyecto. Perdió la vista pero no el coraje, y con el director Agustí Villaronga decidieron rodar fragmentos de la obra para dejar un recuerdo, un testimonio. El testament de la Rosa, presentado en la Filmoteca de Barcelona al cumplirse un año de su muerte, es mucho más que un documental o un homenaje: es una pequeña, dolorosa, exaltante joya de 47 minutos. Es difícil verla sin golpes de llanto, pero acaba ganando la fuerza de su empeño y el tono, casi dreyeriano, de la mirada. El blanco y negro, la austeridad. El rostro de la actriz, con el cabello muy corto y los ojos ciegos pero encendidos, me hace pensar en el dolor y la fiereza de Juana de Arco. Villaronga y ella ensayan un texto que habla de muerte y resurrección. Francesca Piñón, gran amiga de Rosa, le sirve de guía, de apoyo, y le ayuda a recordar las palabras, que brotan con la tonalidad de una confidencia. “En escena tenía que construir mi primer plano para que el público mirase mi cara”, cuenta Rosa. “Aquí, ahora, puedo ser yo, más próxima”.

Es hermoso ver a Rosa y Francesca caminar juntas, como Marta y María a la orilla de un río tranquilo. Y ver entre dos luces a Eduardo Mendoza, su compañero, esa sombra benévola que lee para ella, al anochecer, y vigila su sueño en la casa de verano.

Las palabras de Tóibín y las de Rosa se mezclan como afluentes. Villaronga pregunta: “¿Qué hay de ti en el personaje?”. Rosa sonríe: “Dolor. Miedo. Serenidad”. Dice luego: “Cuando dejas de ver es como si nacieras de nuevo. Has de aprenderlo todo. Empiezas a ver por dentro. Mis manos y mis pies son ahora mis ojos”. Desfilan retazos de su juventud, funciones ya lejanas pero todavía vivas, resplandecientes. Golpea una imagen onírica, terrible y hermosísima, perfecta síntesis de la película: Rosa como una virgen pasoliniana, tendida en el centro de un escenario, los ojos cerrados y los pies descalzos, hasta que de pronto las luces del teatro vacío comienzan a encenderse a su alrededor como velas en el templo, y el cuerpo inmóvil parece elevarse.

Rosa vuela en el tercio final de la película, ya dueña del texto, y te hace volar con su música. Canta, en un susurro, la nana más hermosa que se haya escrito, que jamás puede escucharse sin un florecimiento de lágrimas: “La mare de Déu / quan era xiqueta / anava a costura / a aprendre de lletra”. Una nana por el hijo de la Virgen, una nana para irse yendo. Y las últimas palabras de María, para siempre suyas, juntas en el mismo río: “Quiero volver al tiempo en el que el mundo era un lugar tranquilo. Quiero un tiempo en el que nada de todo esto que ha pasado tenga que pasar”.

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