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CRÍTICA | BROOKLYN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo bonito y confortable

Por reiteración, determinados recursos se pueden convertir simplemente en académicos

Javier Ocaña
Saoirse Ronan y Domhall Gleeson, en 'Brooklyn'.
Saoirse Ronan y Domhall Gleeson, en 'Brooklyn'.

No debería ser así, pero los Oscar llevan a las películas a ser vistas de otro modo, incluso a que puedan ser calificadas de una forma distinta, y Brooklyn es el mejor ejemplo de este año. Sin candidaturas a las estatuillas de Hollywood estaríamos hablando de una bonita película irlandesa sobre la inmigración a Estados Unidos a principios de los años 50, sobre el desarraigo y el sueño americano, rodada con esmero y dirigida a los amantes del clasicismo. Mientras que con el Oscar como eje podemos definirla como esa pequeña producción que se ha colado entre las candidaturas importantes en perjuicio de una obra mayor como Carol, ambientada exactamente en la misma época, pero con mayores dosis de atrevimiento narrativo y textual, lo que demuestra un año más el conservadurismo de la academia.

BROOKLYN

Dirección: John Crowley.

Intérpretes: Saoirse Ronan, Emory Cohen, Domhall Gleeson.

Género: drama. Irlanda, 2015.

Duración: 111 minutos.

Por reiteración, durante años, durante décadas, determinados recursos considerados como clásicos, tanto de puesta en escena como de narración, se pueden convertir simplemente en académicos. Y algo de eso hay en Brooklyn, basada en una novela de Colm Tóibín, y adaptada al cine por el habitual novelista Nick Hornby con la red de seguridad puesta, con una cierta complacencia, en una línea menos personal y más acomodada que An education. Un guion donde apenas hay caídas ni recovecos en los personajes (en el novio italiano, en la madre, en el aspirante irlandés...), y en el que demasiados asuntos se ven venir, caso de la estructura circular, dibujada finalmente con esa última presencia femenina en el barco, la que se supone que redondea el subtexto del desarraigo y la inmigración, pero que únicamente resulta obvia, aplicada, de manual.

Todo llega en el momento justo, como esa preciosa canción irlandesa cantada a capella, todo es exquisito, las interpretaciones son perfectas, incuestionables. Pero nada es sorprendente, salvo la chocante actitud de la protagonista en la segunda mitad del relato, de nuevo en Irlanda, ante la que, morriña aparte, solo hay una explicación que no se desarrolla: la visión del amor como un camino hacia lo confortable y no hacia lo verdaderamente pasional. Una teoría que habría hecho la película más equívoca, y quizá más trascendente y compleja. Pero menos bonita, plácida y romántica.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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