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DÍA DE SAN AMBI-VALENTÍN

Amor y desamor, pareja de hecho

La creciente certeza sobre la realidad del sentimiento amoroso multiplica las incertidumbres sobre sus expectativas

Una pareja de turistas se besa en la fuente del torico en Teruel, hoy, día de San Valentín.
Una pareja de turistas se besa en la fuente del torico en Teruel, hoy, día de San Valentín.Antonio Garcia (EFE)

Frente a la diáfana "alegría de vivir en los pronombres", que proclamó en su día Pedro Salinas, hoy prevalece más bien este tragicómico enredo de que nos advierte el ensayista costarricense Manuel Picado: "Yo te amo... Yo me amo a ti... mí te ama a yo". Toda una porosa cerrazón, que tiene al desamor perpetuamente en vilo. En efecto, amor y desamor están cada vez más unidos, hasta conformar ya, casi, una pareja de hecho. Sólo un hilo de saliva, tal vez una mueca ("¿Por qué desplazará el mismo aire una caricia que un asesinato?", se desazonaba Claudio Rodríguez) separa ya la neurosis del para siempre de la paranoia del para nunca. O, al revés la neurosis del para nunca de la paranoia del para siempre, si es al desamor al que le da por prevalecer, y el enredo de los pronombres nos deja hablando solos (literalmente, pues llega un momento, en las separaciones -nos advierte William Faulkner-, en que la persona amada ya no está con nosotros).

Admitir esta complementariedad del amor y el desamor, como las dos caras de una misma moneda, es bastante duro, pues implica que el tan mentado desengaño amoroso está perpetuamente a un tris de constituir también engaño desamoroso y, ¡Oh, pavor!, ¿habrá desengaño desamoroso? Es el importe que pagamos para poder conducirnos por el hoy tan en boga "amor-consumo" (ya se sabe: una misma cama, pero dos almohadas, dos toallas y un as en la manga; presto a concluir cuando aumentan los reproches y la intensidad erótica disminuye). Éste, con todas sus abyecciones y mezquindades ("Yo no te prometí amor eterno; yo solo prometí amor provisional", subraya una prosaica pero muy gráfica canción... amor a veces rápido, como de probadores de grandes almacenes, o amores fungibles, en términos oficinistas, o si mercantiles, amor con obsolescencia planeada...), logra amortiguar, al menos, aquel colmo de los colmos que era el ancestral vivir unilateralmente, de primera a tercera persona, en el engaño amoroso. Saber que el desamor es la osamenta del amor no es moco de pavo (aunque a veces sí de hombre), pues otorga mayor certidumbre a la existencia misma del amor. En esto sí que se ha avanzado mucho del dicho al lecho.

Como cabeza visible de tantos despechados, Stendhal creía que lo que llamamos amor no sería más que "la transfiguración de la imagen real del otro, a fuerza de proyectar en él inexistentes perfecciones"; no más que una quimera en vías de desolación, que vendría a ser su revelado. En cambio ahora, gracias al inherente acecho del desamor como una parte constitutiva, sabemos que el amor sí existe, que marca, que transforma a los amantes. De hecho, para decirlo con un pronombre hoy tan prevaleciente, el yo que me llevó al amor no es el que yo me llevo (tampoco lo sería, si prevalece el desamor, el yo que de allí me sacó).

Ciertamente, los móviles pueden ser tan honrosos o siniestros como quepa imaginar. A este respecto, Baudelaire estaba convencido de que no eran sino las punzadas de la soledad conminando a "invadir una carne ajena". Para Nietzsche, mera conjura o armisticio en "el odio mortal entre los sexos". Más cáustico y perro viejo, Schopenhauer refunfuñaba que sólo se puede amar al mejor postor para la propia reproducción. Y está también ese peculiar enfoque de un Theodor Reik, que veía en el impulso amoroso no más que una catarsis de la propia miseria o crisis de autoestima. En fin, zarrapastroso en sus motivaciones o las mil maravillas, entre los cardos de un descampado o en la suite de un resort de la isla de Citerea, lo que hoy se nos revela razonablemente es que no se trata más de una quimera, sino que el amor está ahí vivito y coleante, que posee su ámbito y es una materia.

Ahora bien, eso no agrega firmeza alguna al fenómeno del amor. Al contrario, lo inextricable del amor y el desamor obliga a convivir con la partición; a partir de cero cada vez que asoma la garra el duro precepto de Nietzsche: "Y de pronto, amiga mía, de uno se hizo dos...", y, también, a mirarse, de cuando en cuando, en qué estado de supuración se encuentra el renovado tatuaje de este grafiti que llevamos incrustado en la piel del alma: "Amarás a 'dos' sobre todas las cosas".

De otro lado, la preeminencia del "amor-consumo" -con el temor correlativo a ser consumidos por el desamor subsiguiente- convive con una amplia gama de nuevos conservadurismos de repliegue. Desde la abstinencia militante (lo que incluye a un curioso especimen de platónicos ciberamantes, que optan por mantener su apasionado cibercortejo, de ordenador a ordenador, en la celeste esfera digital, y se niegan una cita presencial, por desconfianza analógica o para no romper el ciberencanto...) hasta el ideal del núcleo familiar de mediados del siglo pasado, que, quién lo iba a predecir, ha pasado de ser la distopía de la que surgieron los movimientos contraculturales, a una utopía de estabilización casi extraterrestre ("mi teléfono, mi casa...", clamaba el monstruito E.T.), para muchos inalcanzable... Lo cierto es que hasta los más incisivos y sutiles tratados posmodernos sobre el amor, que hablaban de nuevas fracturas o descomposiciones pasionales, desde Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, a las tesis finiseculares de El nuevo desorden amoroso, de Gilles Lipovetsky, son catálogos en exceso previsibles en comparación con la actual entropía de las relaciones amorosas, espoleada, sin duda, por la crisis. A su rebufo, han surgido libros de literatura amorosa por doquier, tan heterogéneos como su abanico -más que sea cerrado- de posibilidades.

Abarcan desde manuales de autoayuda, en el renovado desoriente, hasta los que exacerban o satirizan las nuevas limitaciones del amor, como parodia o remedo del ya clásico De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver -algo que lleva al paroxismo, por ejemplo, el psicoanalista lacaniano Gerard Pommie, en su ensayo Qué hacemos cuando hacemos el amor (2012)-, y que iluminan también algunas emergentes tramas de ficción, como Los enamoramientos (2011), de Javier Marías -que incide en el vínculo entre pasión amorosa y criminalidad-, o Mi vida como hombre (2012, en castellano), de Philip Roth, donde describe con acidez la vida de una pareja cuya razón de ser estriba en tener a alguien de quien huir todo el tiempo...

En conclusión, la gama de posibilidades que acoja a los nuevos amantes bilingües del desamor es tan amplia como sugiere esta irreductible alianza (el mejor regalo para la festividad del Día de San Ambi-valentín, por ejemplo) que nos legó Cèline en su Viaje al fin de la noche: "El amor es el infinito al alcance de los perros".

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