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PURO TEATRO

La banda de los cuatro

'Infàmia', de Pere Riera, es una espléndida comedia sobre la pasión del teatro

Marcos Ordóñez
Emma Vilarasau y Anna Moliner en 'Infàmia'.
Emma Vilarasau y Anna Moliner en 'Infàmia'.David Ruano

1. Hay productores (y otra gente) obstinados en repetir el lugar común de que las obras de “teatro dentro del teatro” son veneno para la taquilla. No lo he creído nunca: pienso que al público le encanta asomarse al lugar donde los magos preparan el gran juego. Y creo también, a juzgar por los aplausos y por la respiración contenida y unánime, que Infàmia va a ser un éxito, en la Villarroel barcelonesa y allá donde vaya. Lo único malo es su título, al que se alude de modo muy leve en el texto, aunque tal vez sea un anzuelo a la inversa, una forma de llamar al espectador sugiriendo algo tremendo y melodramático, pero la verdad es que no le hace falta.

Tania Brenlle, directora artística de la Villarroel, le pidió a Pere Riera una obra específicamente pensada para la sala, y el dramaturgo le entregó esta función que transcurre a lo largo de cuatro días durante los ensayos de un Hamlet. Sus protagonistas son cuatro intérpretes. Emma Vilarasau ya había protagonizado dos obras de Riera: Desclassificats (2011), una intriga política absorbente pero un tanto inverosímil, y Barcelona (2013), una intensa historia de amor ambientada en 1938 con, para mi gusto, desmesurados acentos melodramáticos en su tercio final.

Pienso que al público le encanta asomarse al lugar donde los magos preparan el gran juego

En Infàmia, mucho más prieta y con más reverberaciones, Riera ha vuelto a escribirle un papel a su medida. Eva Dolç es una actriz veterana envuelta en misterio. Dejó el teatro, nadie sabe por qué, cuando estaba en lo más alto, y desde entonces se ha instalado literalmente en el subsuelo, el subterráneo sin ventanas donde da clases a unos pocos alumnos. Feroz y sarcástica (quizás habría que decir “sardástica”), ejerce su magisterio como la sacerdotisa de un culto al que exige vocación total y entrega absoluta. Conoceremos a dos de sus discípulos, Aleix (Francesc Ferrer) y Sara (Anna Moliner). Aleix es un joven actor que ha alcanzado rápidamente el éxito gracias a una serie televisiva. A primera vista parece un bobo vanidoso y sin norte, que acude al templo de Eva porque quiere “mejorar su técnica” y utiliza frases como “estamos trabajando los discontinuos”. Sara arrastra la etiqueta de emergente. Mala cosa cuando ya se llevan unos años en escena y bastantes funciones sin conseguir despuntar: es lo que cualquier lengua bífida llamaría “un melón catado”. Está, pues, en ese horrible momento en que comienza a no sentirse actriz porque pocos parecen considerar que lo sea. En breve tendrá una audición de Ofelia, quizás la definitiva. Es decir, que tal vez no haya otra en mucho tiempo.

Una mañana aparece en el sótano Toni (Jordi Boixaderas), antiguo compañero de Eva, que sigue en la batalla y ha conseguido localizarla con un objetivo manifiesto: lograr que vuelva a escena. Tarea nada fácil, por cierto. Eva y Toni entienden el teatro de maneras muy distintas, y eso explicaría que no hayan vuelto a trabajar juntos. Eva, cuyo norte es la verdad sin artificios, acusa a Toni de utilizar trucos de la vieja escuela. Toni replica: “Puede que la escuela sea vieja porque ha sido útil durante todo este tiempo”. Hay un pasaje espléndido en el que Eva resume su ideario en pocas frases, que no me resisto a citar: “Nada de lo que hagas en escena tiene ningún valor si no lo descubres por ti mismo. Si no eres auténtico, eres uno más. La gente no paga por venir a ver a los personajes que interpretas: viene para verte a ti. Y si quieres que eso pase, tienes que quedarte en pelotas cada vez que salgas al escenario. Sin pudor, sin vergüenza y sin vanidad. No se trata de hacerlo bien: se trata de ser”.

Bueno, ya tienen el planteamiento de Infàmia. A partir de aquí comienzan los juegos. Las preguntas están claras: ¿Por qué dejó Eva el teatro? ¿Conseguirá Toni que vuelva? ¿Conseguirán Sara y Aleix lo que buscan?

La escenografía de Sebastià Brosa es sencilla, funcional y con un toque de misterio, al que contribuyen las luces de Albert Faura

Si les cuento mis momentos favoritos contaré demasiado de la trama. Puedo hablar de la tensión constante, decir que me mantuvo absorbido todo el tiempo. Por lo que pasaba allá arriba, por las escenas de Hamlet, creciendo, y por lo que sucedía entre los cuatro, y también por lo que imaginaba (o creía imaginar) que les ocurría fuera, entre un ensayo y el siguiente: sí, las elipsis también trabajan, como está mandado.

La escenografía de Sebastià Brosa es sencilla, funcional y con un toque de misterio, al que contribuyen las luces de Albert Faura (a destacar la mágica escena final). En cuanto a la puesta y a los intérpretes, podría hablar de la fuerza, del dolor, del humor, de la lucha para lograr sus objetivos, pero es una de esas funciones de las que basta con decir: están formidables los cuatro y estupendamente dirigidos por el autor. La representación se da en pasillo, con el público a ambos lados, y apenas percibí que tenía gente enfrente. Ni me di cuenta tampoco de que, lógicamente, “enviaban” a ambos lados: creí verles los ojos todo el rato, nunca la espalda. Vi algo más, ya se lo avanzaba el pasado sábado. Jacques Rivette acababa de morir en París, a los ochenta y siete años, y la noche que fui a la Villarroel sentí su alegre y denso perfume entre las líneas del texto, en los juegos y enfrentamientos, casi rituales, de los personajes. Llámenle perfume, llámenle sonrisa sobrevolante, como la del gato de Cheshire. Y pensé que al maestro, tan amante del teatro, de los laberintos y las conspiraciones, que tantas veces creó personajes de actores y los filmó ensayando y amando y peleando (en Paris nous appartient, en La bande des quatre, en L’amour par terre, en Va savoir), le hubiera gustado mucho Infàmia. Y a Marta Sanz, la autora de la estupenda Farándula. Y a ustedes, desde luego.

2. Tambien he visto Panorama desde el pont (A View from the Bridge, 1955), que para mi gusto sigue siendo la tragedia mayor de Arthur Miller, donde relumbra su mejor personaje, Eddie Carbone, a cargo de un poderoso y entregadísimo Eduard Fernández que me recordó una mezcla entre Peter Falk y Ray Liotta, muy bien secundado por la delicada sobriedad de Mercè Pons. Los actores me parecieron encorsetados por una escenografía gélida y una puesta un tanto bipolar, que pasa de la inmovilidad a la sobregesticulación (y por ahí se excede la luminosa Marina Salas). Hay escenas admirables, pero la puesta de Georges Lavaudant (en el Romea) todavía tiene que asentarse, aflojar sus tuercas y crecer.

Un ensayo de 'Infàmia'.
Un ensayo de 'Infàmia'.

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