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"La flauta mágica" fue mágica

No tienen el menor valor notarial estos apuntes sobre La flauta mágica que se estrena hoy en el Teatro Real. No lo tienen porque provienen de las sensaciones del ensayo general. Y porque la première de esta noche se va a "resentir" de las tensiones de un estreno y de las convenciones sociales. Nada que ver con el fervor adolescente y hasta infantil que experimentamos la noche del jueves, más o menos como si la velada emulara el entusiasmo y la iconoclasia de las funciones originales, cuando Mozart y Schikaneder organizaron un vodevil caótico que encubría, nada menos, el desafío de arrodillar el antiguo régimen con la artillería de las luces.

Es el mérito de la propuesta audaz, trepidante, de Barrie Kosky. La flauta mágica constituye una ópera abierta, expuesta a muchas interpretaciones, de la alquimia esotérica al ritual de iniciación masónica o del mito de la espiga dorada a la fábula taoísta, pero muy pocas resultan tan naturales -el agua en el agua- como la que traslada el Teatro Real extrapolando la estética mozartiana al cine de los años 20, proponiendo en la pantalla -y justificándolo- el desfile de Buster Keaton (Papageno), Nosferatu (Monostatos) y hasta Louise Brooks (Pamina).

La idea permite a Barrie Kosky suprimir los pasajes hablados y proyectar los diálogos como ocurre en las películas de cine mudo, redundando en un blanco y negro de valor conceptual porque representa el reino de la noche, al menos hasta que el príncipe Tamino supera el rito de la iniciación y consigue la metamorfosis del color rompiendo la cuarta pared. Se sale de la película para besar a Pamina.

La sorpresa de Barrie Kosky de este montaje creado inicialmente en la Komische Oper de Berlín es una de las muchas piruetas que secuestran al espectador en una peripecia audiovisual cuyas ideas nunca se agotan. Se trata de una versión tan mágica como la flauta. Y tan plena como la ópera de Mozart en su capacidad de capturar a la vez la sensibilidad de un espectador ingenuo y el interés de un melómano sofisticado. El montaje es para adultos y expone asuntos tan escabrosos como el voyeurismo social en una cultura reprimida o la religión de la tecnología, pero estas dobleces no contradicen que pueda disfrutarse la sesión como un gran cómic de aventuras, poblado de autómatas, de insectos voraces -la Reina de la noche es un arácnido- y de recursos entrañables.

No tienen valor notarial estos apuntes, decía. Un ensayo general no es una función. Por eso no puede juzgarse con escrúpulo a los cantantes -ni siquiera están obligados a cantar a voz-, pero sí apreciarse la distinción, la personalidad y el timbre bello, homogéneo de Joel Prieto, príncipe de una función asombrosa que se atuvo al mandamiento fundacional de la iniciación. Y en todas sus acepciones, aunque ninguna tan valiosa como la que supone la de reclutar para la ópera el público del mañana.

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¿Van a retransmitir a los cines alguna de estas representaciones, en directo? Bueno, tampoco me importaría demasiado que fuera en diferido...
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