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El lado oscuro del pasado

La Europa de la posguerra se construyó sobre una memoria selectiva que silenció capítulos vergonzantes. Una generación de historiadores se ha enfrentado a la verdad

Memorial del Holocausto en París.
Memorial del Holocausto en París.Nur Photo

Fue Walter Benjamin quien, en El narrador, llamó la atención sobre el hecho de que al término de la Gran Guerra había comenzado un proceso que cuando él escribía (1936) aún no se había detenido: que la gente volvía enmudecida del campo de batalla; que en lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Y fue Primo Levi en el apéndice a Si esto es un hombre quien, cuarenta años después (1976), escribió que en los tiempos de posguerra la gente no tenía muchas ganas de regresar con la memoria a los dolorosos años que acababan de pasar.

Testigos cuya capacidad de recordar había quedado interrumpida o que funcionaba como compensación arbitraria, escribirá W. G. Sebald al romper con su gran alegato Sobre la historia natural de la destrucción el tabú que había impedido hablar a los alemanes —mientras los ingleses levantaban las cejas o celebraban el resultado— de las tormentas de fuego provocadas por los bombardeos de la Royal Air Force en cumplimiento de un plan fríamente calculado por estrategas británicos, con Winston Churchill entre sus primeros inspiradores. Si quienes regresaban del Lager, para sentirse vivos, no podían recordar, quienes se habían salvado de los grandes incendios de ciudades devastadas vagaban entre escombros y cenizas, en Alemania o en Japón, con la memoria perdida.

Shlomo Sand reprochaba a Claude Lanzmann que hubiera rechazado incluir en 'Shoah' la imagen de algún convoy saliendo de París

Sobre esta memoria suspendida o definitivamente arrasada se construyó la nueva Europa. Tal vez no haya podido ocurrir de otra manera; tal vez fue necesario que los franceses tardaran tres décadas en superar el síndrome de Vichy y enfrentarse al hecho de que no toda Francia corrió a engrosar las filas de la Resistencia, que sus intelectuales continuaron la fiesta sin percatarse de que eran alemanes uniformados quienes paseaban por Saint Germain y se sentaban en el café de Flore, o que eran niños judíos los que, de la noche a la mañana, desaparecían de sus aulas. Tal vez los alemanes, para recuperar las energías necesarias a la obra de reconstrucción de sus ciudades devastadas, no tuvieran otra alternativa que evadir la culpa afirmando, como le decía un antiguo discípulo, por lo demás auténticamente honesto, a un asombrado Theodor Adorno, que ellos, los alemanes, nunca se habían tomado en serio el antisemitismo.

Aquel silencio sobre el pasado que cayó sobre Europa no afectó únicamente a la supresión de lo que habiendo ocurrido, se silenciaba, sino también a lo que, aún sin haber sucedido, se añadía para encontrar en la memoria cuidadosamente elaborada un sentido al presente. Pues fue esta supresión de buena parte de lo ocurrido, su olvido consciente o su involuntaria amnesia, colmada luego con memorias ritualizadas, o con la construcción de identidades colectivas a salvo de toda mancha, lo que ha llenado las narraciones de testigos o de supuestos testigos y de quienes, basándose solo en recuerdos personales, transformaron el pasado en una representación mitológica, como Shlomo Sand reprochaba a Claude Lanzmann cuando este rechazó la posibilidad de incluir en su Shoah —una película de nueve horas de duración repleta de trenes— la imagen de algún convoy saliendo de París con su cargamento de judíos a bordo. Es el silencio de los memorialistas de oficio, que en la lápida de un barrio judío de París escribieron que de aquel lugar varios miles de niños franceses fueron llevados a los campos de Polonia para no volver jamás, olvidando que aquellos niños eran judíos y que fueron deportados no por ser franceses sino por ser judíos, como tuvo que recordarnos Gerda Larner.

W. G. Sebald rompió con el tabú que había impedido hablar a los alemanes de las tormentas de fuego provocadas por la Royal Air Force

Europa como continente oscuro o continente salvaje, Europa como tierra de sangre, campos de exterminio, ciudades destruidas en tormentas de fuego, poblaciones deportadas o desplazadas en la seguridad de que su destino era la muerte, millones de hombres, mujeres y niños sacrificados: ante crímenes de esta naturaleza, los historiadores de la generación que en las dos últimas décadas ha llegado a una fecunda madurez, no presumen de ser testigos, ni memorialistas, ni jueces, solo narradores documentados de lo ocurrido, sin dejar nunca de hurgar más allá de los recuerdos recibidos, sin convocar a duelo, sin destinar su trabajo a la construcción de una identidad, cualquiera que sea.

Han sido, en efecto, estos historiadores (Judt, Rousso, Snyder, Lowe, Friedrich, Mazower, Goldhagen, Riding…) los que, al quebrantar con su incansable indagación los tabúes que la memoria, tanto como el olvido, tienden sobre las hecatombes del pasado, han enfocado sus cámaras sobre el lado oscuro de los hechos para que nada de ese pasado se pierda, para que de todo quede registro, para que todo algún día se recuerde.

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