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Boulez o la sonrisa de la transgresión

Seguidor de Wagner, influyó en el rock sinfónico y la música electrónica y fue siempre un militante de la ruptura

Jesús Ruiz Mantilla
Pierre Boulez.
Pierre Boulez.agustin Sciammarella (EL PAÍS)

Cuando la vejez obliga a hacer cuentas, suele cobrarse su saldo de arrepentimientos. En el caso de Pierre Boulez, ese saldo se encontraba a cero. El convencimiento de que cuanto hizo fue necesario en la destrucción de un orden musical, armónico y sonoro establecido, dejando por el camino víctimas como su maestro Olivier Messiaen, Igor Stravinski —a quien le boicoteó un homenaje por La consagración de la primavera—, Dimitri Shostakovich, Arnold Schönberg o John Cage, no le suponía ningún remordimiento. Todos ellos y algunos más sufrieron sus desprecios, sus puyas y sus ataques despiadados.

Así es como se mostró el viejo Boulez, como un burlón iconoclasta, en las dos últimas ocasiones en que le entrevisté. Una tuvo lugar en la sede del famoso Ircam, en París, creado e impulsado por él desde 1970 a petición del presidente Georges Pompidou. La otra fue hace apenas tres veranos, cuando le otorgaron el Premio Fronteras del Conocimiento, creado por la Fundación BBVA. La cita, en su casa de Baden-Baden, rodeado de un mobiliario ultrarracionalista como símbolo personal acorde y coherente con su cerebral manera de entender aquella piromanía que insufló contra cualquier atisbo de emoción en la música.

Aquel día confesó que no temía a la muerte, salvo si esta ocurría en un accidente de avión. Quizás por eso se encontraba centrado en una revisión de ciertos aspectos de su obra. “Recapitulando”, decía, ya retirado de la dirección de orquesta, un trabajo que, como él mismo confesaba entonces, no le había suscitado interés más allá de la subsistencia en un mundo donde difícilmente, lo que hacía, podía generar pasiones entre los grandes públicos.

Pero sí tuvo Boulez seguidores. Entre su propia generación, con gran parte del movimiento de posguerra que comenzó a apretar filas dentro de la ciudad alemana de Darmstadt en plena posguerra europea. Fueron vientos que mezclaban la radicalidad del francés con figuras como Karl Heinz Stockhausen. Rupturas y tierras quemadas con cualquier aroma que tratara de reivindicar la tradición y que también contagiaron por allí a españoles como Cristóbal Halffter, Luis de Pablo, Carmelo Bernaola o Antón García Abril. Europa había sido aniquilada por la marabunta violenta y moral que provocó el nazismo y todos ellos debían levantar el vuelo de algo nuevo. Sin mancha, pero con rabia.

Aquellos experimentos en los que Boulez se erigió como todo un líder marcaron a las siguientes generaciones. En muchos ámbitos y no sólo en los del serialismo o la música contemporánea de vanguardia. También a la introspección que alentaba a The Beatles en su etapa final, al rock sinfónico o la electrónica. Fue una huella tan lúcida como amarga, que bebía sin ocultarlo del espíritu que Thomas Mann plasmó en su Doktor Fausto y crecía entre la necesidad de ruptura y la nada confortable tentación del abismo.

Comentó que quería terminar lúcido, como su colega Elliott Carter, quien dos semanas antes de morir a los 103 años le había escrito una carta sin faltas de ortografía, carta que Boulez había guardado. Se concentraba en ello leyendo, trabajando. Sentía la obra de arte como un ente digno de revisión continua en un juego permanente que se alimentaba de una ansiedad transgresora. Incluso contra sí mismo. Quizás por eso, se encontraba moralmente armado para arremeter contra todo lo que considerara convencional o demasiado cobarde. “A mí lo que me mueve es la transgresión. Cuentas con un universo y lo transgredes. Creas otro y vuelves a transgredirlo”, aseguraba. Violentamente, sin miedo a nada. Fanáticamente.

Todo empezó con Wagner, creía él. Esa arqueología de la ruptura llevó a Pierre Boulez a dejar alguna versión histórica en el festival de Byreuth, como por ejemplo una interpretación de El anillo del Nibelungo, junto a su compatriota Patrice Chéreau como director de escena, que supuso un acontecimiento. “¡Wagner! Ahhhh, ahí comienza la destrucción. Por eso me atrae. Arma la gran música a partir de pequeñas partículas. Continuidad y discontinuidad, ésa es su gran aportación”. Una lección que se le grabó de por vida y que nunca abandonó.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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