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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Remedios para (nuevos) desencantados

La parte final de la novela póstuma de Chirbes me ha resultado un punto descompensada, como si le hubiera faltado edición

Manuel Rodríguez Rivero
'El callejón de la ginebra', grabado de William Hogarth.
'El callejón de la ginebra', grabado de William Hogarth.

Hay resacas que vienen de lejos. Y no estoy hablando de política (aunque la pasada semana dicho asunto protagonizara muchas discusiones-purga entre parientes en los tradicionales banquetes navideños), sino de alcohol, del que estos días tan entrañables (casi) todos nos pasamos varios pueblos. La ginebra, por ejemplo, que, como casi todo lo que se acaba convirtiendo en vicio, comenzó como remedio curativo: la nebrina, el fruto del enebro que constituye su ingrediente principal, se usaba como pretendida panacea en Europa durante la peste negra. De aquel jarabe al jenever que, más tarde, sorprendió a los ingleses durante la guerra de los Treinta Años —el “coraje holandés”, lo llamaron, por que prestaba valentía en el combate—, había un corto trecho que no tardó en recorrerse. Y luego llegó la “locura de la ginebra” del siglo XVIII, cuando llegó a ser el espirituoso más consumido arriba y abajo de la estratificada sociedad isleña: William Hogarth, el gran pintor satírico, reflejó negativamente su impacto entre las clases populares en su tremendo “Callejón de la ginebra”, de 1751. Hoy la consumimos sobre todo en combinados; el viejo gin and tonic analéptico y refrescante de los administradores del Raj ha alcanzado la perfección de todos sus ingredientes: la ginebra, las tónicas, los sofisticados complementos para aromatizarlos (hibisco, pimienta, anís, cardamomo). Como también lo han hecho los ginfizz a los que era tan aficionado Tenessee Williams, los martinis (mezclados, no agitados) de media tarde del agente Bond o los gimlets de Raymond Chandler. Mi gintonic inolvidable (un delicioso tanque helado de tónica bien mezclado con ginebra Seagram’s), sin embargo, se lo debo a Juan Bas, que tanto sabe de resacas y de quien recomiendo su desternillante nouvelle negra de chorizos bilbaínos Pájaros quemados, publicada por Alrevés. En todo caso, estos días navideños me he preparado varios cócteles aginebrados —incluyendo alguno preparado con la siempre fiable Xoriguer de Mahó, cuya botella de cerámica es todo un clásico—, propiciados por el deseo de evadirme cuanto antes, e inspirados en la grata lectura de la Historia universal de la ginebra (Malpaso), de Lesley Jacobs Solmonson, un manual la mar de estimulante con el que me distraje, en plan decadente y desencantado, el mismo día en que los cupaires que tienen en jaque al señor Mas celebraban la larguísima asamblea-macguffin que acabó en tablas, y los barones del PSOE le leían la cartilla a su precario rey republicano. De modo que ya saben: ginebra para todos, que se acaba el mundo.

Insólitas

Dos novelas españolas, tan diferentes en intención y calidad como distantes en el tiempo, pero que, sin embargo, suponen sendas sorpresas en el panorama narrativo de sus respectivas épocas. El barco embrujado (1929; Renacimiento), de Alberto Insúa (1883-1963), constituyó un giro insólito en la producción de quien fue uno de los más populares autores de novela galante de un grupo generacional en el que también triunfaban, por ejemplo, Pedro Mata, Rafael López de Haro, o Antonio de Hoyos y Vinent. Siguiendo lejanamente el esquema bajomedieval del “barco de los locos”, conviven en un trasatlántico —que terminara llegando a un país donde la “vergüenza no existe”— los miembros de un heterogéneo grupo humano —trasunto de las clases acomodadas de finales de la monarquía de Alfonso XIII— que se ven confrontados a un extraño taumaturgo capaz de acabar con sus certezas racionalistas (y psiquiátricas), y que —ale hop!— ante sus atónitos sentidos convoca a una sirena. Se trata de una utopía menor, una especie de “romance de ciencia ficción” en el que, sin embargo, son perceptibles cierta voluntad crítica y grandes dotes para el retrato social. Muy diferente resulta Yo soy El Otro (Acantilado), de Berta Vías Mahou, en la que, a propósito de la figura real de José Sáez, cuyo extraordinario parecido con El Cordobés le confirió cierto renombre en los cosos taurinos de los sesenta bajo el alias de “El Otro”, se organiza un sutil y respetuoso relato a dos voces —lleno de suave humor y de una ironía que nunca se convierte en sarcasmo— acerca del éxito y del fracaso, del desdoblamiento y las apariencias, y de la persistencia de la picaresca en una España desarrollista que aún no se había quitado el pelo de la dehesa. Todo en un lenguaje que es un prodigio de contención —Vías es una consumada estilista a la que no se le nota— y que viene impregnado de la nostalgia de un léxico desaparecido. Una excelente novela ajena a las modas y que, sin duda, relanzará la obra anterior —quizás algo desatendida por su editorial— de una escritora tan inteligente como dueña de su oficio.

Testamento

Ignoro cuál sea la (recentísima) historia editorial de París-Austerlitz (Anagrama), la breve novela póstuma de Rafael Chirbes. Al parecer la entregó a su editor muy poco tiempo antes de su desgraciado y repentino fallecimiento. Pero, después de conocer la versión publicada de un texto cuya prehistoria me leyó y leí parcialmente hace más de 20 años, dudo mucho que el escritor —cuya minuciosidad y rigor eran proverbiales— lo diera por terminado del todo. Me explico: si su brillantísima primera parte supone el más brutal y despiadado descensus ad inferos de toda su narrativa (y, quizás, de la de su generación) —un relato parcialmente autobiográfico repleto de impotencia y desaliento en el que alternan las imágenes descarnadas inspiradas por Grünewald, Soutine o Bacon y la clarísima influencia del Zola y el Céline más naturalistas—, la parte final me ha resultado un punto descompensada, como si a la historia le hubiera faltado una última edición y la corrección de diversos rastros dejados por sucesivas escrituras a lo largo de dos décadas. En todo caso, esta historia inmortal de amor y sexo entre un obrero cincuentón y su joven amante artista (el narrador), situada en un París “paralelo” y popular en el que las aguas del Sena tienen el mismo color que el pastís en el que ambos protagonistas ahogan frustración, desamor y tedio, y en el que “la plaga” —el sida— planea como un destino fatal; esta historia, que halla significativamente sus profundas raíces en Mimoun —el primer aliento narrativo de su autor (1988)—, ha terminado convirtiéndose para bien o para mal en el testamento de uno de los más importantes novelistas españoles de este siglo.

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