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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El último de los antiguos

La pintura moderna es en gran parte una refutación del perfeccionismo clasicista de Ingres, y más aún de sus discípulos académicos

Antonio Muñoz Molina
'Baño turco', de Ingres.
'Baño turco', de Ingres.

En el Museo del Prado Ingres es una presencia paradójica. A Ingres la gran pintura española del siglo XVII, Velázquez incluido, no le gustaba nada, porque se desviaba imperdonablemente del ideal establecido por Rafael, que para él era el modelo máximo de un arte alimentado además por los ejemplos de la Antigüedad. En 1865, cuando todavía duraba la vida excepcionalmente longeva de Ingres, un viaje de otro gran pintor francés al Prado estuvo en el origen de la transformación de la pintura que iba a dejar definitivamente atrás la estética del viejo maestro, ya entonces una reliquia de otras épocas. Édouard Manet había estudiado la pintura española en los museos de París, pero fue en Madrid, en el Prado, donde se encontró decisivamente con Velázquez, en una contemplación asombrada y exaltada que cimentó la madurez plena de su maestría.

La pintura moderna es en gran parte una refutación del perfeccionismo clasicista de Ingres, y más aún de sus discípulos académicos y pompiers que siguieron disfrutando de la preferencia del público y de los organizadores de exposiciones oficiales hasta bien entrado el siglo XX, suministrando odaliscas, ninfas, diosas pálidas y carnales, héroes enfáticos de cuadros de historia, vírgenes y santos de cuadros religiosos con una blandura de estampitas devotas. Pero las cosas siempre son mucho más complejas de lo que parece, más aún en el universo de las representaciones visuales, tan propicio a las resonancias y a las afinidades insospechadas.

Hacia 1900, para un pintor joven con ambiciones vanguardistas, Ingres podía parecer un artista remoto, pura arqueología del inmovilismo académico. Pero cuando Picasso pintó Les demoiselles d’Avignon, junto a las esculturas y las máscaras africanas, tuvo también muy presentes, incluso con referencias literales, los desnudos femeninos de Ingres en El baño turco, la noción de un espacio ocupado casi enteramente por una acumulación de cuerpos en posturas variadas. El retrato de Gertrude Stein, otro ejemplo canónico de las rupturas radicales de la modernidad, recrea la composición y hasta la postura de uno de los grandes retratos de Ingres, el de Louis-François Bertin. Cuando se le agotaron los rigores del cubismo y buscó en la inspiración clásica una manera de salir de ellos, Picasso regresó aún más abiertamente a Ingres, lo mismo en sus retratos al óleo —el de Olga con un chal, el de Mujer de blanco— que en sus dibujos imitados de las figuras lineales de las cerámicas griegas y de los artistas neoclásicos que las reinterpretaban en el siglo XVIII, justo en los años en que el Ingres adolescente empezaba a educarse.

Cuando se le agotaron los rigores del cubismo , Picasso regresó aún más abiertamente a Ingres

(Otra semejanza se me ocurre, que tiene que ver con la formación de los dos pintores: Ingres, como Picasso, era hijo de un artista sólido y oscuro de provincias. El dominio insuperable que el uno y el otro tuvieron del dibujo se basaba en los dos casos en una exposición precoz a las disciplinas artesanales del arte).

Picasso vivió tantos años que fue coetáneo en su juventud de Cézanne y Degas y en su vejez de Andy Warhol. La vida de Ingres también abarca periodos completos de la historia del arte: fue discípulo de David y testigo de la Revolución Francesa y le dio tiempo a asistir al escándalo provocado en 1865 por la Olympia de Manet. Quizás por eso, cuando vemos el catálogo de sus retratos nos parece estar asistiendo a un desfile de personajes de novelas que van desde las de Jane Austen a las de Flaubert. Ingres aspiraba a la representación de una belleza intemporal, la perfección definitiva de un bajorrelieve clásico o de uno de los grandes frescos de Rafael. Pero las aspiraciones conscientes de un artista rara vez coinciden con la disposición de su talento, y menos aún con el juicio de la posteridad: lo que a nosotros más nos atrae de Ingres, y aquello para lo que estaba más dotado, no son esos cuadros que en su época se llamaban “de historia” y se consideraban las cimas indiscutibles en la jerarquía de la pintura: escenas de la historia antigua o de la mitología clásica, en primer lugar, y luego de la Biblia o de los Evangelios.

Los héroes clásicos y los santos y mártires de Ingres pueden ser tan poco expresivos como estatuas de yeso, y sus desnudos femeninos mitológicos y sus odaliscas son de una sensualidad helada, perfectamente impersonal. Pero cuando pinta o dibuja a una persona real que está posando ante él, a un funcionario de la administración napoleónica, a un burgués henchido de seguridad en sí mismo y buenos alimentos, cuando observa a una mujer, a un niño, cuando se detiene golosamente en los pormenores de un vestido o de un sombrero a la moda, entonces la pintura y el dibujo atrapan una presencia humana con una inmediatez, casi con una crudeza, tan reveladoras como las que por entonces estaba descubriendo ya la fotografía.

Cuando pinta o dibuja a una persona real la pintura atrapa una presencia humana con una crudeza tan reveladora como una fotografía

En los retratos al óleo la mirada de Ingres es más incisiva cuando se trata de hombres que de mujeres. La expresión de las mujeres deja traslucir menos que el lujo de sus vestidos o el de los interiores en los que posan, muchas veces cerca de espejos en los que se repite una figura doble mucho menos detallada. En los hombres se manifiesta físicamente la ambición de los trepadores sociales y de los nuevos señores de aquella época de transformaciones portentosas: son contemporáneos de los héroes sin sosiego de Balzac y Stendhal, mucho más que de los burgueses apoltronados o los jóvenes sin voluntad de Flaubert. El señor Bertin, magnate y dueño de periódicos, viejo formidable de altanería y de fuerza física, nos mira desde su retrato de 1832 con una fijeza despótica de ave de presa, el cuello macizo y las manos abiertas sobre las rodillas, como miraría a sus subordinados, justo con esa actitud de autoridad congénita que reconoció Picasso en Gertrude Stein.

En los dibujos de Ingres no hay diferencia de percepción entre hombres y mujeres, y los niños son presencias tan individuales y completas como los adultos. Esas mujeres tienen las miradas y las expresiones perspicaces de las heroínas de Jane Austen, intimidades tan hondas y tan hechas de veladuras como la Eugénie Grandet de Balzac o la Emma Bovary de Flaubert. El dibujo adquiere sombreado y volumen para definir las redondeces de una cara o unas manos y se hace flexible y lineal en los pormenores del vestuario, preciso y a la vez esquemático, rápido y sinuoso, anticipando la maestría con el lápiz y la tinta que tendrían mucho tiempo después dibujantes tan atentos al ejemplo de Ingres como Picasso y David Hockney.

Igual que tantos artistas enfermos de insatisfacción, Ingres no valoraba en su justa medida aquello para lo que tenía más talento. Se resignaba a hacer retratos por el prestigio social y el dinero que le procuraban, y se sentía afrentado cada vez que alguien elogiaba sus dibujos con más vehemencia que sus pinturas acabadas. Qué miopía o qué maleficio le impide tantas veces a un artista darse cuenta de lo mejor que hay en él, lo fuerza amargamente a buscar y esperar lo que en el fondo no es suyo, a no intuir siquiera lo que perdurará de su trabajo.

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