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Magia

Mecanismos perfectamente engrasados, las obras de Lozano-Hemmer asombran y divierten. El artista parece más preocupado la ingeniería que por asuntos estéticos

'Tensión superficial' (1992), obra de Rafael Lozano-Hemmer.
'Tensión superficial' (1992), obra de Rafael Lozano-Hemmer.

El arte ha echado mano de la ciencia desde el comienzo. Baste pensar en la invención de la perspectiva lineal en el Renacimiento. O en la aparición de la fotografía. El vínculo entre el quehacer artístico y, en específico la tecnología, es tan estrecho que incluso ha habido momentos en que podía parecer que eran la misma cosa.

Esta percepción que llevó a muchos artistas en los años sesenta a explorar a fondo las posibilidades de introducir materiales y técnicas totalmente inéditas: desde efectos ópticos hasta proyecciones de video, pasando por algoritmos, radares y toda clase de elaborados artilugios mecánicos. De ahí viene la famosa escultura de Jean Tinguely, Homenaje a Nueva York, que consistía en una compleja maquinaria diseñada para autodestruirse a sí misma.

Con el tiempo, no obstante, se vio que no es lo mismo hacer una obra de arte que requiere de cierta tecnología (empezando, digamos, por el humilde pincel) que, por el contrario, emplear tecnología que necesita de una obra para existir. Lo que acaba pasando, por ejemplo, en numerosas piezas de arte cinético, es que envejecen rápidamente, junto a su tecnología, digamos, rudimentaria. Y algo parecido le pasa al arte de Rafael Lozano-Hemmer: un artista que da la sensación de estar mucho más ocupado en resolver problemas de ingeniería que asuntos estéticos. Así, sus obras, mecanismos de relojería perfectamente aceitados, nos asombran y divierten, pero como lo harían los trucos de un mago.

La tecnología que utiliza el artista es demasiado apabullante como para que el mensaje, que sus obras buscan transmitir, llegue

Un ejemplo, tomado de su actual retrospectiva en el Museo Universitario Arte Contemporáneo, podría ser Tensión Superficial (1992): una pantalla de gran formato desde la cual un ojo gigantesco sigue con insistencia los pasos del público. Algo, por cierto, que saben bien los pintores de retratos, pero que aquí cobra una dimensión mucho más aparatosa que despierta en automático el ánimo de juego en todos los visitantes, que avanzan, retroceden, suben, bajan, retando a la mirada que no puede sino acompañarlos. La palabra, desde luego, es espectacular. Y no mucho más: la tecnología que utiliza el artista es demasiado apabullante como para que el mensaje, que sus obras buscan transmitir, llegue hasta el espectador (en este caso, una disertación sobre la vigilancia y el uso de tecnologías de control, su tema predilecto).

El problema de esta estrategia creativa (donde, según se dice en una hoja de sala, "la tecnología no es un instrumento o herramienta, sino una forma inevitable de determinación de subjetividad y sociabilidad") es que se acerca peligrosamente al modo de operar de los parques de diversiones. No por nada, son los niños los que a todas luces más disfrutan de la exposición.

El problema de esta estrategia creativa es que se acerca peligrosamente al modo de operar de los parques de diversiones.

Pensemos en Almacén de corazonadas (2006), una obra que consiste en cientos de focos que se encienden y se apagan al ritmo que dicta el corazón del espectador, que previamente ha dejado sentir su pulso en un dispositivo conectado a un sensor de frecuencia cardíaca y a un controlador de voltaje que emiten la señal necesaria para darle vida a las luces. La palabra, ahora, es interacción: la idea es que el público participe (como si fuera un plus, y no lo que cualquier obra demanda del espectador: que se involucre), que no se contente solo con mirar, que sea parte de algo importante (de algo mágico). Definitivamente, una atracción perfecta para estas vacaciones.

Pseudomatismos, primera exposición monográfica de Rafael Lozano-Hemmer en México, MUAC, Insurgentes Sur 3000, Centro Cultural Universitario, Ciudad de México. Abierta hasta abril de 2016.

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