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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Éxito de la cultura salvaje

Del miedo a la naturaleza se ha pasado al miedo al hombre. Él es el culpable y ella la víctima

La actualidad nos alerta no sólo del cambio climático sino del climaterio humanista. Del miedo a la Naturaleza se ha pasado al miedo al hombre y hasta los huracanes o las inundaciones no parecen ya efecto exclusivo de la Naturaleza sino también de sus perversos habitantes. Desde un integral punto de vista, no debería importarnos esta inversión puesto que, en todo caso, queda preservado el miedo, máximo motor de la evolución, pero es llamativo que al pavor de la vida salvaje haya sucedido el temor a nuestra civilización.

En La genealogía de la moral, Nietzsche hace ver que lo bueno o lo noble son conceptos nacidos significativamente de la aristocracia y la nobleza. El pueblo era vulgar, rastrero, malo mientras los príncipes serían como una abreviada edición de la divinidad.

En los pretéritos de la Humanidad, el sufrimiento se tuvo como una virtud, la crueldad una virtud, la venganza una virtud y la negación de la razón otra virtud. Esta secuencia imitaba, punto a punto, el terminante proceder de la Naturaleza. Sólo el ser humano, a través de sucesivas acciones profanas, introdujo correcciones artificiales sobre el salvajismo creacional. En “tiempos anteriores a la historia universal”, dice Nietzsche, se consideraba al bienestar como un peligro, a la paz como un peligro, al deseo de saber un grave riesgo y tanto compadecer como ser compadecido un error y un ultraje, respectivamente.

En los años cincuenta, se esperaba que un producto fuera mejor porque estaba “hecho a máquina”, hoy la cima de lo bueno es lo natural

El ser humano se encargó de enderezar parcialmente el inclemente repertorio y convertir aquellas supuestas virtudes en vicios y los “peligros” en dulces deseos.

Con ello, la Naturaleza fue quedando desacreditada y los hijos “naturales”, por ejemplo, se consideraron un baldón. Lo natural se tuvo por malo mientras la mano del hombre y sus máquinas un bien que controlaba la demente espontaneidad del mundo desnudo.

Las grandes utopías del siglo XIX tuvieron como designio central al hombre y casi ninguna a la Naturaleza. Ahora, sin embargo, primero en Río, después en Kioto y estos días en París, ha quedado sentenciado que el Hombre es el culpable y la Naturaleza su víctima. El primero representaría la extrema avaricia y la segunda la ingenuidad.

Poco a poco, “lo natural” ha recuperado pues un rango superior. La cultura es naturista, animalista o ecologista mientras los bárbaros somos nosotros que propagamos, mediante oscuras emisiones y artificios, un veneno criminal.

En los años cincuenta, se esperaba que un producto fuera mejor porque estaba “hecho a máquina” pero hoy, la cima de lo bueno es el artículo natural. No importa si se trata de fibras, hortalizas, carnes o personas. La “naturalidad” es el gran paradigma cultural para políticos, actores, amistades, comestibles o muestras mediáticas.

¿Quién podría dudar, en consecuencia, que lo insigne se encuentra hoy en lo “bio” y lo ominoso en casi todo lo demás? O bien, ¿cómo iba a ser la Convención de París, precisamente, quien diera la espalda a esta hipermoda mundial?

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