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PURO TEATRO

Maria Braun vuelve a los cielos

Ostermeier sorprende en Temporada Alta con una soberbia adaptación de El matrimonio de Maria Braun, filme de Fassbinder protagonizado por Ursina Lardi

Marcos Ordóñez
Robert Beyer y Ursina Lardi, en un momento de El matrimonio de Maria Braun.
Robert Beyer y Ursina Lardi, en un momento de El matrimonio de Maria Braun.Arno Declair

Ya no recordaba la potencia de la historia de Maria Braun, quizás porque a finales de los setenta las películas de Fassbinder llegaban mordiéndose los talones, era como el Dylan de los cineastas, cuando todavía estábamos atrapados en el desierto de Mobile él ya miraba el horizonte de Nashvi­lle, de modo que se me mezclan Maria Braun y Lola en la memoria, quizás también porque Hannah Schygulla y Barbara Sukowa tenían parejos resplandores, y porque Veronika Voss y Petra von Kant pertenecían a otra galaxia más claustrofóbica, de mujeres so­juzgadas, ultraneuró­ticas, encerradas con un solo juguete. El matrimonio de Maria Braun fue la película más popular de Fassbinder, gustó lo mismo a cinéfilos de lunes tarde y a público de sábado noche: siempre gustan las supervivientes que se ponen el mundo por montera, y que la montera no les acabe de encajar.

Como las damas fuertes pero dolientes del Hollywood de los cincuenta que tanto le gustaban a Rainer Werner, mitad Barbara Stanwyck, mitad Joan Crawford, Maria consigue dinero, poder y un casón pero no logra la felicidad con su hombre: su himno podría ser Into Every Dreamhome, a Heartache, de Bryan Ferry. Si Maria es, como se dijo mucho, una encarnación del milagro alemán, es asunto a debatir: a mí me cuesta encerrar un personaje tan complejo en un símbolo.

He visto muchos espectáculos soberbios de Thomas Ostermeier, pero no me daba un calambrazo así desde Shop­ping & Fucking, en el Lliure. El matrimonio de Maria Braun es la reposición de un montaje que presentó en 2007 en el Teatro de Cámara de Múnich. Este verano triunfó en Aviñón y en Venecia, y el pasado día 7 recaló en el Municipal de Girona, gentileza de Temporada Alta. Aunque fue función única, con lógicas bofetadas para verla, quiero reseñarla porque Ostermeier tiene muchos seguidores y para que algún programador se anime a repescarla. Y porque es un prodigio de inteligencia escénica, de síntesis, de ligereza, de invención continua, de ritmo y de interpretación. Creo que a Fassbinder le hubiera gustado mucho, muchísimo. Y a Brecht. Y quizás a Von Horváth.

El espacio imaginado por Nina Wetzel recuerda la sala de estar de un hotel de segunda fila, con sillones desparejados, paredes recubiertas de visillo y una lámpara de araña. Yo estuve en un lugar parecido, una noche en Zaragoza, en los sesenta, y desde entonces lo he soñado varias veces: cuando vuelva a soñarlo se me juntará con este. La araña desaparece para dar paso a un manojo de fluorescentes verticales, y la sala se convierte entonces en un night club, o muta en una lámpara de acero coloreado, muy de los cincuenta, y estamos en el lujoso despacho del industrial Karl Oswald, y un restaurante berlinés, y la casa de Maria. Y más, y más, y más. El reparto: cinco intérpretes extraordinarios, y me quedo corto con el adjetivo. Ursina Lardi, algo así como la respuesta alemana a Stella Stevens, es Maria. Pequeña y sensual como ella, pero más gélida. Dureza en los ojos azulísimos, en la sonrisa, exhalando de la colocación del cuerpo. Una mujer, literalmente, de empresa, que siempre toma la iniciativa. Su indomabilidad en una sola frase, cuando le dice a su jefe: “Quiero acostarme contigo, pero no tendrás ningún derecho sobre mí”. Una obsesión, a lo Mildred Pearce: “Todo lo hice por Hermann”. Hermann es su marido, el hombre que fue a la cárcel por ella. Hermann es Sebastian Schwartz, que también interpreta a Betti, la amiga de Maria, y a un periodista, y a un criado, y a un soldado americano, y pierdo la cuenta. Porque Ursina Lardi es siempre Maria y solo Maria, pero sus cuatro compañeros interpretan todos los otros roles, tanto masculinos como femeninos. Quien se lleva la palma es Moritz Gottwald, que en un tour de force camaleónico encarna (los conté) a nueve, aunque mis favoritos son Thomas Bading, el industrial Oswald, pedazo de personaje, enfermo terminal que quiere pasar con Maria lo que le quede de vida, y sobre todo el pasmoso Robert Beyer, que tan pronto es la madre, enamorada de un chavalote, como, en cuestión de nanosegundos, un feroz militar americano o un médico, colocándose la gabardina al revés, como una bata de cirujano atada a la espalda.

La obra es un prodigio de inteligencia escénica, de síntesis, de ligereza, de invención continua, de ritmo y de interpretación

Esos cambios han de ser tan veloces como sencillos para que la función no pierda nunca el compás. Y no lo pierde. Ritmazo constante, sin languideces: 1,45 horas a toda mecha. Fregolismo frenético y actores multitareas, por­que también saben crear efectos mínimos y poderosos, un vagón de tren o un coche con dos sillas y sus estudiadísimos vaivenes, en el más puro estilo complicité, como pintores que con un solo trazo te hacen ver un paisaje entero. Mi imagen favorita, una entre cientos: los bombardeos de Berlín, evocados por el balanceo de la lámpara, el rumor de los vidrios tintineantes y un espolvoreo de yeso que, lanzado al aire, parece caer del techo resquebrajado. Hacía tiempo que no veía esa simplicidad en un montaje de Ostermeier.¿Low cost? No creo, no parece barato: hay un cuidado casi fotográfico en el vestuario de Ulrike Gutbrod o en los peinados (Ursula Lardi está clavada a Schygulla). Al principio hay figuras de estilo un poco datadas, los famosos micros de pie, los actores leyendo cartas de niñas encandiladas con Hitler, y luego la cámara para que los actores filmen a sus compañeros en primerísimos planos, pero todo eso es breve y, sobre todo, funciona. Aire irónico, nunca paródico: Ostermeier sabe muy bien que la parodia reduce, cierra el paso a la emoción, distorsiona la verdad, y aquí hay verdad a espuertas. Y un sentido cinematografiquísimo del montaje, del modo de arrancar y cuajar y despedir una escena, como cuando Maria sale del restaurante, tropezando, empapada en silencio tras la muerte de Oswald. O ese final, mientras Alemania gana la Copa del Mundo contra Hungría, y Maria arde y todo arde, y el teatro gana a la película en ambigüedad y magia potagia: ojalá puedan ver ese trucaje digno de Rambal, porque no puede contarse, hay que estar allí, a pie de escenario. Insisto: ¿quién se anima a traer de nuevo El matrimonio de Maria Braun?

Y una recomendación, a vuelapluma, ya cerrando: Al nostre gust, de Oriol Broggi y su banda, en el teatro de la Biblioteca de Catalunya. Anoté al salir: “¡Cuántos regalos! ¡Cuántos talentos! ¡Cuánta felicidad teatral, cuánta vida!”. En breve se lo cuento.

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