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PURO TEATRO

El palacio de la memoria

Si '887' no es una obra maestra se le parece mucho. Un Lepage solo en escena cuenta su infancia. El espectáculo pone en pie al público del Lliure en su estreno en España

Marcos Ordóñez
Robert Lepage, durante la representación de '887' en el Lliure de Barcelona.
Robert Lepage, durante la representación de '887' en el Lliure de Barcelona.Erick Labbé

Vuelve el mago Lepage en la cima de sus poderes, de nuevo tripartito: el gran narrador, el creador de mundos, el intérprete. Su nueva entrega, que triunfó este verano en Edimburgo, ha sido vitoreada a pie firme por el público del Lliure barcelonés: estreno en España, solo dos funciones. 887 es un solo autobiográfico, en la línea de La otra cara de la luna, Las agujas y el opio o Proyecto Andersen, con su habitual virtuosismo escénico, pero más complejo, emotivo y depurado que nunca.

La función comienza con el acostumbrado “Por favor, apaguen los móviles”. Lepage confiesa haber olvidado el número del suyo pero no, cosa curiosa, el del teléfono de la casa familiar de su infancia, en el barrio de Montcalm, en Quebec, y cuando nos damos cuenta ya estamos dentro del espectáculo. Solo en la oscuridad, literal, rotunda (y quizás excesiva), solo pero acompañado de un extraordinario equipo invisible, su banda de Ex Machina, 10 cómplices necesarios para que todo parezca sencillo y fluido, para que su circo de la memoria no pierda pie.

Lo más sugestivo del relato es una atrevida mezcla de formas. Alterna la prosa cercana a Cheever con pasajes en verso alejandrino

Lepage va a abrirnos las páginas de su novela de formación canadiense, entre la revolución tranquila de los sesenta y la crisis de octubre de 1970, entre la represión gubernamental y las revueltas del Front de Libération du Québec (FLQ): la doble crónica de un muchacho y un país a la búsqueda de su identidad. De esa oscuridad se alza de repente el edificio de su niñez, el 887 de la avenida Murray que da título al montaje, como una casa de muñecas o una caja de recuerdos. O un álbum de cromos, cromos animados: en diminutas pero precisas filmaciones de vídeo vemos a los vecinos de cada piso, como La ventana indiscreta de Hitchcock puesta al día, con un deslumbrante refinamiento tecnológico, y en una secuencia conmovedora (pero todo es teatro, purísimo teatro), a la abuela enferma de alzhéimer vagando en la noche de una habitación a otra, prisionera en su laberinto. Se suceden los encadenados sorprendentes, las imágenes memorables: las flores de luz de unos fuegos artificiales mutan en el estallido de las sinapsis en la mente de la anciana; el plano de la casa se convierte en los dos hemisferios cerebrales; el Parc des Braves, otra postal infantil, cobra vida con nubes pasajeras y muñecos diminutos, y un Lincoln de juguete, que transporta al general De Gaulle, crece y avanza cuando la cámara de un móvil se pasea a su lado en un humilde travelling. Lo más sugestivo del relato es su alegre y atrevida mezcla de formas. Las evocaciones alternan la prosa, cercana a John Cheever, con largos y suntuosos pasajes en verso alejandrino, como en una canción de Brassens. La casa de muñecas gira sobre sí misma y estamos ahora en el apartamento de lujo (cocina ultramoderna, biblioteca selecta) del cincuentón Lepage. Irónico mcguffin: este hombre que recuerda hasta el menor detalle de su pasado ha de llamar a Fred, un viejo amigo de la escuela de teatro, ahora alcoholizado, para que le ayude a memorizar Speak White, el poema-manifiesto de Michèle Lalonde, que ha de recitar como invitado de honor en el 40º aniversario de La Nuit de la Poésie, y no logra atrapar el orden de las frases porque cada línea se le dispara en incontables asociaciones.

La narración es modélica en su juego de capas: el arranque en clave de comedia (el contestador del teléfono empeñado en cortarse), el diálogo con un interlocutor que no vemos, y Lepage autodibujándose como un ególatra, obsesionado por su anticipado obituario, que Fred le confiesa haber grabado para la radio, y luego colérico: ¿esas 10 líneas mal contadas será todo lo que quedará de él en la memoria de la gente? Solo por la gracia y el cimbreo de ese pasaje valdría la pena la velada.

Predominan las escenas, marca de la casa, con una poesía sutil y contenida, sin apenas palabras

Pero hay más, muchísimo más. Habrá que elegir, sintetizar algunos de sus muchos regalos. Predominan las escenas, marca de la casa, con una poesía sutil y contenida, sin apenas palabras. Madrugada de verano: las notas de un Nocturno de Chopin brotan de la ventana de una vecina. El pequeño Robert, asomado al balcón, insomne, espera el regreso de ese padre al que adora, excampeón de natación, analfa­beto, el hombre más sencillo y humilde del mundo, que ha de acumular turnos al volante de su taxi para mantener a la familia. Ese padre con el que apenas habla, y al que más tarde veremos cenando solo en una cafetería americana, como un personaje de Hopper. O el descubrimiento del teatro: una excursión, unas manos que a la luz de una fogata alzan sombras chinescas agigantadas en la pared de una cantera. La noche siguiente, Robert intenta reproducir la magia en la habitación que comparte con su hermana, y veremos aparecer a la niña, sombra suprema, hasta entonces inexistente en el relato, para desafiarle a una maravillosa pelea de almohadas, cuyas plumas caen como nieve marcando la llegada del invierno.

El tono se vuelve grave en su tercio final. En 1964, Lepage tenía siete años cuando el paraíso empezó a resquebrajarse: la muerte de la abuela, el aumento de la tensión política con la visita de la reina Isabel y el infausto samedi de la matraque, la feroz carga contra los partidarios de un Quebec francófono. Crece el enfrentamiento con el padre, que comprende las reivindicaciones del FLQ, pero no aprueba sus métodos; crece la conciencia del adolescente, que a los 12 años, mientras repartía periódicos, es sometido por un policía a un humillante registro por el puro placer de demostrar autoridad. En la penúltima escena, Lepage, visceral y furioso, recita al fin Speak White, un texto contra las actitudes coloniales, algo panfletario pero rebosante de fuerza. Se apagan las luces de la casa y 887 acaba con la imagen del padre en el taxi escuchando Bang Bang en la voz de Nancy Sinatra a través de una emisora americana: Estados Unidos era su mito de juventud. Y al yuxtaponer esos dos momentos, Lepage parece decirnos que padre e hijo tenían razón en sus pasiones. El espectáculo dura algo más de dos horas. Quizá se haga un poco largo, pero no me atrevería a señalar los posibles cortes: estaba demasiado embebido siguiéndolo. Si 887 no es una obra maestra, se le parece mucho.

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