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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Oliver Sacks, el hombre que amaba las cortezas

El editor recuerda sus encuentros con el científico y escritor, entre ellos el que propició con la reina Sofía. Su salida del armario antes de morir fue su forma de vencer el pudor

El neurólogo y escritor Oliver Sack visto por Rep.
El neurólogo y escritor Oliver Sack visto por Rep.

Cuando el estreno en Madrid de la película basada en la obra Despertares, de Oliver Sacks, el distribuidor invitó a la reina Sofía. Ésta dijo que aceptaría a condición de que Oliver Sacks la acompañara. Sacks, que en ese momento estaba de paso en París, “no tuvo más remedio” que aceptar. Así se conocieron la Reina y Sacks. Ello tuvo lugar en uno de los interregnos durante los cuales yo iba por el mundo sin editorial. Más tarde tuve el inmenso placer de editar El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Despertares, Con una sola pierna y Veo una voz. Cuando publiqué Veo una voz Sacks me indicó que la reina Sofía sabía de este libro, pues de él habían hablado en el estreno de Despertares, y que le había pedido que no dejara de visitarla cuando viniera a Madrid. Sacks me encargó de que le pidiera audiencia.

Así lo hice. Por teléfono, el jefe de la Casa Real, el general Sabino Fernández Campo, mostró una gran amabilidad y accedió cordialmente a mi pedido de acompañar a Sacks en esta audiencia. Y así fue cómo Sacks y yo, el 17 de enero de 1992, nos presentamos a las once y media de la mañana en el palacio de la Zarzuela.

No hubo protocolo. Unos bedeles de impecable uniforme nos guiaron, si mal no recuerdo, al primer piso y nos hicieron pasar a una pequeña sala de estar. Una mesa baja, dos sencillos sofás a cada lado y un silloncito lateral; algún cuadro, alguna mesa contra la pared, unas lámparas y mucho sol a través de las cortinas de tul blanco. Así de sencillo.

Y así de sencilla fue la entrada de la reina, sonriente y sin fanfarrias ni salvas. Sendos estrechones de manos, una invitación a que nos sentáramos – Sacks, delicado de la espalda, en el silloncito lateral, la reina y yo enfrentados de ambos lados de la mesita– e inmediatamente comenzó el diálogo, entre la reina (en un inglés impecable) y Sacks (con un atentísimo y suave tono de voz). ¿De qué iban a hablar sino de los sordos? La reina, que estaba sumamente interesada en el problema social que representaba este defecto físico, se refirió a miembros de la familia del rey que sufrieron de sordera. Sacks le explicó la visión moderna que se tiene del universo de los sordos: por qué es absurdo por todos los medios intentar que hablen; en qué consiste el verdadero lenguaje de signos; cómo la sociedad de los sordos constituye una auténtica cultura (en el sentido etnológico de la palabra). La reina no se limitaba a escuchar sino que hacía preguntas, y muy pertinentes.

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La respetuosa exposición de Sacks se volvió un auténtico diálogo y se fue animando. En algún momento me atreví a terciar. Y cuando la reina preguntó:

–¿Y es posible aprender el lenguaje de signos?, y Sacks le respondió:

–Por supuesto, puedo conseguirle un profesor si lo desea, a punto estuve de exclamar (pero me contuve a tiempo): ¿Puedo tomar lecciones con usted, majestad?.

Al cabo de una hora y media de diálogo verdaderamente fascinante, en el que abundaron las risas, los silencios emocionados y el enfrascamiento en temas particulares, decidimos, Sacks y yo, que la entrevista había durado más de la cuenta y pedimos licencia para retirarnos. La reina nos acompañó hasta la puerta de la salita y yo aproveché para decirle cuánto apreciábamos, en el mundo editorial, su interés por la cultura y los libros. Con una amplia sonrisa, la reina Sofía asintió con la cabeza, sabedora de la admiración de los editores. Una de las cosas que más me impresionó fue su sencillez, que no atino a calificar sino como “de ama de casa”.

La despedida fue igualmente sencilla: sendos estrechones de mano. Sin perder la sonrisa.

Había conocido a Sacks a fines de los años ochenta en el hotel Algonquin de Nueva York. Las sucesivas caricaturas de Levine lo retratan a la perfección. Con el pasar del tiempo Sacks fue modificando su imagen –recortando su barba, vistiendo menos formalmente y hasta cambiando el matiz de su sonrisa de hombre bueno. Su excentricidad, en ese madrugador desayuno americano, se manifestó al sacar de su maletín una pequeña almohadilla que puso entre su espalda – su culo, más bien– y el respaldo de su silla antes de empezar a conversar. Sin pestañear ni modificar el tono de su voz me explicó que era para aliviar los lumbagos que solían aquejarlo.

El lenguaje de signos es el resultado de transferir lo que se dice, del mundo de lo que se oye al mundo de lo que se ve

Me habló entonces de dos temas que estaba investigando: uno era el de un pintor italiano residente en California que sólo pintaba de memoria su pueblo natal, una minúscula aglomeración llamada Pontito no muy lejos de Florencia a la que no había vuelto en los últimos treinta años. Lo prodigioso no era solamente que todos los cuadros fueran vistas aéreas desde puntos materialmente inexistentes, sino que reprodujeran con sobrecogedora minuciosidad cada piedra, cada árbol, cada ángulo de su pueblo, como si se hubiera basado en fotografías de alta resolución, fotografías que, desde luego, no existían. A posteriori y basándose en los cuadros, la Smithsonian Institution sí las hizo hacer, desde un helicóptero, y organizó una exposición en la que cada cuadro estaba flanqueado por su correspondiente foto que permitía verificar la misteriosa precisión mnemónica del artista.

El otro caso que Sacks estaba estudiando ya entonces era el del mundo de los sordos. Cuando le pregunté si hablaba español me dijo, simplemente:

–Sólo sé el inglés. Pero ahora estoy estudiando otra lengua.

Su mirada pícara me pedía la pregunta:

–¿Cuál?

–La de los sordos, el lenguaje de signos.

Y se lanzó a una larga explicación sobre lo que luego sería su extraordinario Veo una voz. El título, Seeing Voices en inglés, proviene de una obra de Shakespeare en la que un personaje oye voces provenientes de fuera del escenario y exclama "I see a voice!". Y es que el lenguaje de signos es el resultado de transferir lo que se dice, del mundo de lo que se oye al mundo de lo que se ve. Mientras comíamos nuestros huevos con beicon, Sacks fue describiendo ante mi asombro toda una cultura, tan legítima y rica como la cultura del inglés o del español. Y poco a poco fui comprendiendo que no sólo esa cultura existía –y hasta tenía su universidad– sino que estaba en lucha contra la discriminación de la que era objeto en todos los países por parte de la cultura “oficial”. Sobre todo me hizo comprender que los signos no tenían absolutamente nada que ver con la mímica; y tanto es así que no eran los mismos signos los que “hablaban” en inglés que en francés o español.

Me confesó que durante más de treinta años había tomado somníferos para dormir, pero que desde hacía un año los había abandonado gracias a una hora diaria de natación

¿Y lo de las cortezas? Es evidente que un neurofisiólogo como Sacks conocía la corteza cerebral como la palma de su mano, y prueba de ello son muchos de sus libros. Al parecer, es en la corteza que tiene lugar prácticamente la totalidad del trabajo del cerebro – pero que nadie se llame a engaño: de eso yo no sé nada, y es posible que ésta sea una afirmación falsa. Lo que pasa es que al final de la cena lo vimos comer las cortezas de los quesos, como si tal cosa. Viendo nuestras caras de asombro, sostuvo que era lo más sabroso de ese manjar. Y lo dijo con tan sorprendente convicción que, al cabo de un minuto de silencio, me levanté y le puse en su plato las cortezas que yo había descartado en el mío. Hay carcajadas para todos los gustos, como parece haber cortezas para todos los gustos; pero algunas carcajadas son verdaderamente inolvidables, y aquella fue una de las más regocijadas – nunca la olvidaré.

A solas me confesó que durante más de treinta años había tomado somníferos para dormir, pero que desde hacía un año los había abandonado gracias a una hora diaria de natación. Por eso necesitaba que el hotel tuviera piscina, algo difícil de conseguir en Madrid. Dimos con el hotel Miguel Ángel, que sí tenía, aunque muy pequeña y con forma de “L”. Cuando una noche lo fui a recoger para salir a cenar tenía una tirita en la frente: no lograba acostumbrarse a esa “L” y a menudo se daba con la cabeza contra el borde.

2007 - Volvimos a ver a Sacks en una fría mañana de diciembre de 2003, en su apartamento de Nueva York. Nos recibió con una jarrita de café en la mano, en calcetines, un viejo pantalón claro y un pulóver amplio y cómodo. Volvía, a esa temprana hora, de su natación cotidiana. Nos ofreció café, que nos trajo su secretaria, e inmediatamente entramos en el asunto que entonces estaba investigando: la percepción del movimiento. Curiosamente, Nicole había estado estudiando la obra de Eadweard Muybridge, animales, y sobre todo, atletas, en movimiento. Oliver conocía muy bien las fotos de Muybridge, pero Nicole y yo no conocíamos los trabajos de Étienne Marey, que Oliver nos mostró. Luego Oliver quiso saber si la frase “memorias de un químico precoz” era la traducción correcta del subtítulo “memories of a chemical boyhood”. No, no lo era. Le pregunté por qué quería saberlo y me mostró la cubierta de Anagrama de su libro Uncle Tungsten. A mi queridísimo Jorge Herralde el traductor le había metido un gol de media cancha…

Al final de la cena lo vimos comer las cortezas de los quesos, como si tal cosa. Viendo nuestras caras de asombro, sostuvo que era lo más sabroso de ese manjar

Un par de años después me enteré de que mis amigos Coco Gerschenfeld y su mujer, Cuca, ambos neurofisiólogos, cuando llegaron a París a fines de los años cincuenta, trabajaron en el Instituto… ¡Étienne Marey! Lo cuenta Coco en Autobombo, su autobiografía (póstuma e inconclusa), que yo edité.

2015 – Y ahora va y se nos muere… Y de pronto, en sus confesiones finales, menos de un mes antes de fallecer, nos revela que ha sido homosexual toda su vida, y lo hace con su inimitable sonrisa de hombre bueno: una salida del armario que fue atravesar una corteza de pudor.

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