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63º festival de cine de San sebastián
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mucho ruido y poca gracia

El permanente ruido que alimenta 'Mi gran noche' solo consigue aturdirme

Carlos Boyero

Independientemente de su sentido de la provocación, de la capacidad imaginativa, de un poderoso sentido visual, de la irreverencia, de hacer reconocible su estilo, de la inquebrantable afición al fin de fiesta más aparatoso, la mayoría de las películas que ha rodado Alex de la Iglesia albergan el bendito propósito de hacer reír al espectador. Y, por supuesto, el sentido del humor y de la comicidad de cada receptor varía. Cada uno tenemos derecho a divertirnos con lo que nos dé la gana. En mi caso, cuando este director me provoca la risa esta es tan fluida como abundante. Me ocurrió con El día de la bestia, La comunidad y Las brujas de Zugarramurdi. Pero en otras ocasiones, por más ganas que tenga de que me despierte el jolgorio, la carcajada o simplemente la sonrisa, me siento incapaz de ser contagiado por esa pretendida gracia, no le pillo el punto, me aburro cantidad.

Como siempre, albergo expectativas gozosas ante cada nueva criatura de este director. Y aunque el hecho de que una parte notable del protagonismo de Mi gran noche lo ejerza Raphael, un cantante popular y longevo, un icono inmarchitable para sus múltiples fans —incluidos integrantes más sofisticados de esa cosa tan impostora y grimosa llamada modernidad—, pueda provocarme inicialmente un transparente desinterés, ya que nunca he incluido sus canciones entre mis gustos melómanos ni tampoco me apasiona su exuberante y teatral personalidad artística, confío en que Alex de la Iglesia me ofrezca otros atractivos o que haya convertido a Raphael en una especie de Keaton, Chaplin o Woody Allen. En vano.

El esperpéntico y anfetamínico circo que ha montado el autor con un montón de personajes a los que puedes identificar sin el menor margen de duda con la estética telecinquera (hablar de ética sería absurdo, además de idiota), alrededor del caótico rodaje del programa de Nochevieja, poblado por estrellas descerebradas o mezquinas, figurantes entre pintorescos y patéticos y los voraces constructores y directivos de ese negocio tan productivo como grotesco, no consigue hacerme gracia en ningún momento. No me funciona ni la intriga, ni los gags, ni los diálogos, ni las situaciones, ni la fauna que puebla ese escenario presuntamente iconoclasta y delirante. El permanente ruido que alimenta Mi gran noche solo consigue aturdirme. Deduzco que los guionistas se lo han pasado muy bien desarrollando la trama e inventándose continuamente irresistibles gracietas, chistes y pasotes, pero me resulta imposible disfrutar de ese presunto derroche de vitalidad, ingenio y sarcasmo. Y es una de las sensaciones más ingratas que puedes sufrir como espectador: que intenten todo el rato hacerte reír y que tu rostro no se altere, que sea de palo, en plan esfinge.

Sorprendentemente, mi anhelo de risa si se cumple en la película francesa 21 noches con Pattie, dirigida por los hermanos Larrieu, a los que desconocía. Me la causa un personaje hilarante que puede desvelar todos los enigmas de la vida y de la naturaleza humana describiendo exclusivamente sus incansables experiencias sexuales. Todo lo que sale de la boca de esta memorable señora tiene gracia, incluyendo sus nulos prejuicios ante la necrofilia. La primera parte de esta película, centrada en la llegada de una mujer al pueblo en el que acaba de morir su libertina y casi desconocida madre, cuyo cadáver desaparece y aparece cuando el espíritu de la muerta lo decide, posee agilidad y notable sentido cómico. El final se alarga y decae, pero antes te lo han hecho pasar muy bien.

Igualmente, la sección oficial ha ofrecido otra película bastante digna, la islandesa Sparrow. Pero no es de risa. Es el delicado, sensible y veraz retrato de una adolescencia acorralada. La de un chaval que debe ir a vivir con un padre alcohólico al que casi no ha visto y que representa para él la imagen del fracaso absoluto, en un pueblo perdido en medio de fiordos y donde nunca desaparece la luz. Está bien descrita esa época mental amenazada por la incertidumbre, el desencuentro con los padres, el miedo, la incomunicación, la primera borrachera, el primer polvo, el lacerante sentimiento de pérdida, el primer amor, la angustia de sentirse solo, la necesidad de ser aceptado por los demás, de intentar ponerse un poco de acuerdo con la vida.

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