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ENTREVISTA / LIBROS

Loridan-Ivens: “En el infierno todos nos manchamos las manos”

Fue deportada a los 15 años a Auschwitz-Birkenau y ha necesitado envejecer para escribir lo que pasó. La autora se vio forzada a trabajar en la desaparición de cadáveres

Berna González Harbour
La escritora Marceline Loridan-Ivens.
La escritora Marceline Loridan-Ivens.Lèa Crespi

Todos los horrores de Auschwitz son, claro, inmensos, pero hay uno que, sin atacar el estómago o el estado de salud, sigue latiendo como una bestia invencible que amenaza para siempre el terreno más sensible de un ser fragilizado: el pudor. Los estómagos pueden llenarse tiempo después del hambre, los cuerpos pueden yacer en camas tras una etapa de transición, pero el pudor, la sensibilidad del cuerpo desnudo y con ella el transcurso natural del deseo, pueden sufrir ataques aciagos si quien te ha mirado por primera vez desnuda es el Doctor Mengele. Marceline Loridan-Ivens, judía francesa deportada con su padre a Auschwitz-Birkenau en 1944, ha necesitado acariciar esa sensación de estar de más en el mundo para escribir su testimonio. Y tú no regresaste (Salamandra) es una carta a su padre, que murió allí, con todo lo que se perdió. Con verdades cargadas de crudeza y dudas sobre cómo habría vivido él el auge de la mujer o sus bodas con no judíos. Loridan-Ivens no ha curado sus heridas, pero es dueña de una energía que convierte sus arrugas en sonrisa y su vida en algo útil para los demás.

PREGUNTA. Uno de los momentos más impactantes del libro es cuando habla de su cuerpo desnudo y Mengele está ahí, mirándola.

RESPUESTA. En los campos estábamos desnudos gran parte del tiempo y nos miraban como si fuéramos ganado. ¿Sabe cómo nos llamaban en alemán? Stück, que quiere decir “pedazo” o Figurine, marioneta.

P. ¿Y qué consecuencias tuvo esa mirada para usted?

R. La gran consecuencia fue la destrucción de la intimidad. Era la primera vez que yo estaba desnuda delante de unos hombres, era muy joven. Nunca había visto a otras mujeres desnudas, a mi madre desnuda, a mi padre... Recuerdo muy bien la silueta de Mengele. Nos habían convocado a todo el bloque, estábamos todas desnudas. Tratábamos de taparnos con la ropa que más o menos habíamos logrado coger. Porque no teníamos permiso para ir vestidas de manera normal, íbamos con harapos, con ropas que habían pertenecido ya a muchas muertas antes que a nosotras, rotas, en mal estado. Además, como estabamos faltas de vitaminas, cualquier grano se infectaba y se convertía en un absceso, de modo que teníamos todos los ganglios inflamados, la piel mal, mala cara. Estábamos en un estado miserable. No sabíamos si ir a derecha o izquierda, no sabíamos dónde mirar, todas estábamos igual. Yo desde muy pronto decidí que me quedaba siempre donde me dijeran, porque intentar cambiar de sitio no podía acabar bien. Estaba segura de que si alguna vez intentaba ir hacia algún rincón y alguien me veía, la cosa terminaría mal. Esas son las cosas que la gente no comprende sobre los campos. Son conscientes de los golpes, el trabajo duro, la desnutrición, pero no la deshumanización, la violencia terrible, además de física, psíquica.

Loridan-Ivens habla en su piso de París, un apartamento luminoso en Saint Germain des Près en un ambiente de época. Su época. Muebles, relojes y adornos que parecen parados en un tiempo que pasó.

La decisión de hacer como si todos los franceses hubieran luchado con los aliados hizo que nunca se resolvieran de verdad los problemas de ese periodo en el que Francia 

P. ¿Por qué este libro, en este momento?

R. Los momentos llegan cuando llegan. Yo ya había escrito un libro, llamado Ma vie balagan, es decir, Mi vida caótica, que recorre el siglo XX, y después, la editorial Grasset quiso que volviera a hacer un libro sobre la Shoah, sobre la destrucción de los judíos de Europa, corto, barato, muy concentrado. Personalmente, yo no quería hacerlo, porque ya había escrito uno y no quería repetirme. El tira y afloja duró dos años, y ellos insistieron mucho, y al final, acabé por asumirlo. Para empezar, yo siempre había estado obsesionada con la carta que mi padre me había enviado desde Auschwitz, una carta que había perdido y de cuyo contenido no me acordaba en absoluto. Siempre viví la pérdida de mi padre de una manera central, su muerte, las consecuencias que eso tuvo para la familia, la destrucción de la célula familiar, el suicidio de una hermana y un hermano, las dificultades que yo misma tuve durante muchos años en mi relación con el mundo en el que vivía...

Y al mismo tiempo, las decisiones políticas que tomó De Gaulle en aquella época, en nombre de una supuesta unidad nacional, en un país que había sido enormemente Pétainista. La decisión de hacer como si todos los franceses hubieran luchado con los aliados, cosa que era mentira, evidentemente, y que hizo que nunca se resolvieran de verdad los problemas de ese periodo en el que Francia había estado bajo el dominio de Pétain y de Hitler, y a que hubiera todavía gente que había participado en todo y que seguían en los puestos de poder. Todo había perjudicado a los judíos, una vez más. Por ejemplo, al terminar la guerra, desde luego, era justo hablar de que había habido heroísmo y resistencia, pero lo que no se decía nunca es que no habían sido muchos casos. Entre 45 millones de personas en aquella época, quizá fueran 60.000 como mucho, 100.000 si somos generosos. Y se dejaron pasar las matanzas de judíos, no solo de Francia, sino de toda Europa.

P. Sí, pero su libro no es una historia...

R. Entonces me di cuenta de que en toda mi obra, en todo el trabajo que he hecho desde los años cincuenta, estaba siempre presente mi padre. Por ejemplo, en el film de Jean Rouch y Edgar Morin es a él a quien estoy dirigiéndome, en mi libro también, en las películas que he hecho... Su presencia, su permanencia, es lo que me ha hecho preguntarme hoy: con quién puedo hablar, con quién puedo hacer un balance de mi vida, a quién puedo contarle mis cosas más íntimas: al ausente. Y el ausente es mi padre. Eso me dio una visión que me permitió proponer una forma de hablar de la destrucción de los judíos de Europa, a través de la carta que podía enviarle a un padre que jamás me iba a responder, evidentemente. La carta perdida debería haber sido su testamento dirigido a mi familia. Pero la perdí...

P. Y no recuerda nada.

R. No. Pero hay que comprender en qué situación física, psicológica y fisiológica estábamos.

Recuerdo muy bien la silueta de Mengele. Nos habían convocado a todo el bloque, estábamos todas desnudas

P. Al principio del libro dice usted que usted siente que ya no está, que lo que la rodea hoy ya no le interesa, que está deteniéndose.

R. Es evidente que, al envejecer, se adquiere una cierta distancia respecto al mundo exterior, aunque siga interesándome todos los días por las noticias, aunque siga sabendo qué pasa en el mundo, hay una especie de desplazamiento del yo que se despega del discurrir de la vida. Yo he hecho muchas películas, he trabajado mucho toda mi vida, pero hoy ya no siento que formo parte del flujo de la vida. Es decir, en cierto sentido, yo estoy ya en el otro mundo, si es que uno cree en el otro mundo, que no es mi caso.

P. ¿Es un sentimiento positivo o triste?

R. No es un sentimiento triste. Es el discurrir de la vida. Estamos aquí de paso, y el tiempo que me quede por vivir será el que me quede. Ya no tengo las fuerzas físicas ni las energías para participar en el mundo como he hecho durante mucho tiempo, para estar en el mundo. En ese sentido, es una especie de retirada, de distanciamiento. En el mejor de los casos, cierta serenidad, cosa que no tiene por qué ser así, pero, de cualquier forma, es evidente que estoy más cerca de la muerte que de otra cosa. Dentro y fuera a la vez, pero con esa distancia y con una especie de constatación de la transformación de este mundo, que se ha vuelto peligroso y está en un momento crítico, al menos en mi opinión.

P. Habla de su trabajo en los campos, en los crematorios...

R. De excavar zanjas para quemar los..., sí.

P. Habla de su participación en la construcción de los crematorios. Querría saber si eso le da un sentimiento de culpa o no, o si es difícil verlo...

R. No se puede decir que participé en los crematorios, porque los que trabajaban en los crematorios cambiaban cada tres meses. Pero sí en la desaparición de seres humanos. En la desaparición de los cuerpos, sin duda. Pero no, ¿culpable, yo? Son ellos los culpables. Yo, no. Nunca he tenido ningún sentimiento de culpa, en absoluto. Los culpables eran ellos. ¿Alguien me pidió perdón? No. ¿Y cómo iba a perdonarlos? Ellos me empujaron a esa deshumanización. Ellos fueron los que construyeron la persona en la que luego me convertí. Ellos son los responsables. Yo no me siento culpable. Sería el colmo. Entiendo muy bien la pregunta, pero es una concepción del espíritu de alguien que no estuvo allí.

Me hicieron falta muchos años para sacar a la luz ese recuerdo, que había reprimido en mi inconsciente. Fue a raíz de un encuentro que tuve con una amiga. Ella me lo recordó, y mi primera reacción fue decir: no es verdad

P. Pero he leído que usted, al principio, pensaba que había trabajado en las cocinas y que luego recordó que había intervenido también en ese trabajo más duro.

R. Ese es todo el sentido de mi libro y mi película. Me hicieron falta todos esos años para sacar a la luz ese recuerdo, que había reprimido en mi inconsciente. Fue a raíz de un encuentro que tuve con una amiga, una persona que había estado conmigo, 60 años después. Ella me lo recordó, y mi primera reacción fue decir: no es verdad. Es imposible, no, te equivocas. Y ella me lo demostró. Ese es el sentido de mi película. Me hizo falta mucho tiempo, era algo que había eliminado de mi mente para poder sobrevivir. Pero no era por sentimiento de culpa. Era otra cosa...

P. Quizá la brutalidad.

R. La violencia, el hecho de que nos empujaran a llegar hasta ese punto, a coger una pala y cavar zanjas para los cadáveres que ya no podían quemar, porque había demasiados cadáveres. Y después, con los bombardeos, ya no pudieron utilizar los crematorios, porque si los aliados lo hubieran visto habrían bombardeado Auschwitz. Es el horror. Es el auténtico horror. Pero un horror del que yo formé parte. Era el infierno. Y en el infierno, todo el mundo se ensucia las manos. Nadie puede mantenerse limpio.

P. Cuenta cómo veía el vestido de la novia en la boda de su hermano y no lo entendía. Me pregunto cuánto tiempo le duró esa situación.

R. Son imágenes fugaces, no fijas. Recuerdo, sí, ver a otras personas haciendo cosas normales, o poniéndose de pronto una ropa impresionante, y eran cosas que no tenían absolutamente nada que ver con lo que yo había vivido. O de pronto veía el humo que salía de la chimenea de una fábrica y enseguida me acordaba del crematorio de Birkenau. No podía entrar en una estación porque estaba llena de vagones de tren. Me costaba muchísimo subirme a un tren. Tardé mucho mucho tiempo en superarlo. Tardé casi 15 años en volver a encontrar mi sitio en la familia. Y otra cosa son todos los suicidios que hubo después de la guerra, suicidios de judíos, una cosa de la que no se habla. Gente que volvía para encontrarse con que su mujer y sus cuatro hijos habían desaparecido, sus viviendas ocupadas... Fue horrible. En Francia hubo que esperar a 1972 para que los judíos y los resistentes recibieran, al menos sobre el papel, un trato equitativo, para que tuvieran derecho a las mismas pensiones, por ejemplo. Durante mucho tiempo hubo una terrible desconexión entre las dos experiencias.

P. Por ejemplo, la cuestión de dormir en una cama le costó.

R. Dormía siempre en el suelo. En casa de mi madre, dormía en el suelo. Y ella no podía entenderlo.

P. ¿Cuánto duró eso?

R. No sé, no recuerdo, pero mucho tiempo. Además, al volver, estuve muy enferma, con unas fiebres terribles. Hace tanto tiempo que no sé. Pero no fui la única.

P. En los campos, ¿qué sentimiento era el más fuerte, la solidaridad -cuenta usted varios episodios- o el egoísmo?

R. Era cuestión de supervivencia, lo más importante era uno mismo, siempre, sin ninguna duda. Eso no quiere decir que no hubiera momentos de solidaridad, pero eran breves y nada permanentes. Recuerdo una vez que tenía fiebre en Birkenau, y no quería ir a lo que llamaban el hospital, porque era uno de los centros de traslado casi inmediato a la cámara de gas, y unas compañeras me metieron en un agujero y lo taparon con una tabla de forma que no se me viera, para que pudiera reponerme. También existían momentos así. Pero el sentimiento permanente era pensar ante todo en uno mismo.

P. Habla de cómo la gente, su padre, por ejemplo, no supo ver lo que se venía encima a los judíos.

R. En mi casa habíamos acogido a judíos alemanes antes de la guerra, así que sí teníamos cierta idea. Y en 1942, Radio Londres había dicho que gaseaban a judíos en camiones. Me acuerdo de oír el anuncio con mi padre. Pero nos pilló de sorpresa. Recuerdo cuando estaba en el gueto, bueno, el equivalente, en el campo de tránsito de Drancy, haber dicho a mi padre que lo peor que podía pasar era que nos hicieran trabajar duro, pero que nos veríamos los domingos. Mi padre debía de saber más cosas, porque me respondió: Tú quizá regreses, pero yo no volveré nunca. Sabía más que yo. A la hora de la verdad, conscientemente o no, lo sabíamos. Para él debió de ser terrible aquel viaje. Yo no tenía ni idea de adónde íbamos. Pero él ya había hecho ese recorrido cuando se fue de Polonia, en 1919, para ir a vivir a Francia. Cuando vio que habíamos atravesado la frontera y habíamos entrado en su país natal, debió de sentir auténtico horror. Era la vuelta a ... .

P. ¿Y usted cómo vivió el regreso a Polonia, cuándo volvió?

R. Fue en 1991. No quería ir. Fui porque se celebraba el Festival de Varsovia, y querían proyectar mi último film, que había sido muy aplaudido en el Festival de Venecia y había recibido el León de Oro, un film muy bonito titulado Une histoire de vent. Querían exhibir la película, y yo no, yo decía que no quería saber nada de los polacos. No quería ir a Polonia. Pero entonces, después de 10 o 12 visitas para rogarme que fuera, acabé por decir: solo puedo aceptar con una condición: ir a Auschwitz. Si no, no pondré el pie en su país.

P. Usted quería ir a Auschwitz.

R. Hacía mucho tiempo que quería ir a Auschwitz.

P. ¿Y por qué no había ido?

R. Era complicado. Mi marido era Joris Ivens, un gran cineasta que hizo con Hemingway un bello filme sobre España, Tierra de España, en plena guerra, en 1937. Era un hombre combatiente, y juntos hicimos películas comprometidas, como un documental sobre Vietnam, yo había realizado otro sobre la guerra de Argelia y la independencia de Argelia antes de conocerlo. Él volvió a España después de morir Franco, en dos ocasiones, y fue muy bien recibido. Yo mostré una vez una película, creo que en Barcelona, y no tuvo una acogida tan buena, pero eran todavía los coletazos del franquismo. En definitiva, estaba muy ocupada para ir a Auschwitz. Hicimos 15 documentales en China, hicimos muchas cosas por todo el mundo. Era un proyecto que tenía siempre en la cabeza pero que iba aplazando. Y por fin me puse a hacer la película después de que muriera mi marido. Solo entonces pude hacerla.

Tardé casi 15 años en volver a encontrar mi sitio en la familia

P. ¿Por qué?

R. Porque para ello tenía que reencontrarme conmigo misma. Tenía que hacerlo sola. Nadie podía hacer esa película conmigo. Así que aproveché la oportunidad del festival para volver a Polonia y visitar Birkenau.

P. ¿Y encontró su cama, su sitio?

R. Por supuesto, todo está allí, los barracones están allí. Yo vivía en el campamento de mujeres, y la parte del campo que aún está en pie es en la que vivía yo y todo está allí, las cabañas de ladrillo.

P. ¿Qué sintió al llegar a Birkenau?

R. En Birkenau lo que me impresionó fue ver hasta qué punto me acordaba de todo. Pero de lo que no tenía ninguna noción era de la dimensión del campo. Cuando viví allí, estaba siempre en mi zona, y no tenía ni idea de nada más, ni siquiera sabía dónde estaba Auschwitz, a solo 2,5 kilómetros, y allí era donde estaba mi padre. Todo eso lo descubrí en esa visita, así como lo grandes que eran.

P. ¿Alguna vez intentó saber qué sucedió con su padre?

R. Ni lo intenté. Era imposible. ¿A quién le iba a preguntar? Hubo una marcha de la muerte en enero de 1944, los presos partieron en columnas hacia otras muertes, y al que no andaba lo mataban por el camino.

P. Con el libro, ¿siente que ha cerrado esta cuestión, el misterio de la carta que él le dio?

R. No. Nunca. Permanece dentro de mí. Y no soy la única. Todas las personas que vivieron aquello tienen siempre los campos presentes. Y ahora, con la resurrección del antisemitismo en Europa, incluso en España. He leído hace poco sobre un vídeo en el que se presenta a los judíos como hijos de Lucifer, una imbecilidad total. Pero estamos acostumbrados. Y luego, todo el odio a Israel, una manipulación horrible, en contra quizá de lo que piensa usted.

P. Usted ha escrito que el antisemitismo es permanente. ¿Cree que es peor ahora?

R. No es peor, pero está renaciendo. En Francia, desde hace unos años, ha habido muchos judíos que han muerto asesinados. Ahora también matan a cristianos. Quizá así los cristianos se den cuenta y comprendan mejor lo que sucede. Pero, en este sentido, ¿qué estamos haciendo por los cristianos de Oriente? Nada. Es una vergüenza. Los musulmanes han explotado siempre a todas las minorías, ya se sabe. Se sabe. No sé si las cosas serían mejores antiguamente en España, pero todo el mundo sabe que en el Magreb, antes de que llegaran los franceses... ¡Dios mío, pensar que luché por la independencia de ese país, que llegó a arrestarnos la policía en Francia, que mi primer film trataba la independencia de Argelia como una victoria! Pues bien, los judíos y las demás minorías tenían que llevar un sombrero especial, amarillo para los judíos, caminar descalzos, salirse de la acera cuando no había suficiente sitio, todo eso antes de que llegaran los franceses. Por eso se dictó el decreto Crémieux, que daba la nacionalidad francesa a todas las minorías, no solo a los judíos . Ahora se le reprochan cosas que no son ciertas. Las mentiras de la historia son gigantescas. Y es muy inquietante. Creo que incluso en medio de todos los inmigrantes entran yihadistas y otros individuos. La manipulación es muy peligrosa.

Todas las personas que vivieron aquello tienen siempre los campos presentes

P. ¿Qué piensa de Israel hoy?

R. Creo que Israel, mientras los palestinos digan que están en contra de la existencia de un Estado judío, mientras no quieran aceptar la presencia de Israel, no puede hacer otra cosa. Los árabes que viven dentro de Israel no quieren cambiar de país. Vaya a verlo. No crea todas las mentiras que se cuentan, que ocultan un antisemitismo innegable, incluso en Europa. Especialmente en Europa. No se puede creer siempre lo que nos dicen. Uno de los primeros actos de los hitlerianos, en 1935, fue el boicot a los judíos. Y ahora está renaciendo. Hay que reflexionar, hay que ir a ver la situación sobre el terreno, no se puede creer cualquier cosa. Es verdad que es complicado, es verdad que es difícil, es verdad que nadie conoce la historia de los judíos en Israel, de su lucha y todo lo sucedido, es verdad que tiene que haber dos Estados, pero también es necesario que los musulmanes dejen de enseñar en la escuela nada más que mentiras sobre los judíos.

P. Pero en Israel hay una especie de apartheid.

R. No, no es cierto. Vaya allí.

P. Ya he estado.

R. ¿Ha estado en Israel?

P. Sí.

R. ¿Y ha visto que hubiera apartheid?

P. Con el muro, sí.

R. Pero el muro lo necesitan para protegerse. Es la única forma de protegerse. ¿Acaso llora usted por el muro que están construyendo los húngaros? ¿Acaso llora por la verja entre México y Estados Unidos? ¿Por qué va a hacerlo por la de Israel? ¿Llora por la separación en Chipre entre los griegos y los turcos? No, el único muro que le interesa es el de Israel.

P. Usted no sabe qué muros me interesan. ¿No cree usted que hay un apartheid en Israel?

R. No, no lo creo en absoluto. Creo que es un medio de protección, que es un drama, es una pena, es una desgracia, pero con él han evitado derramamientos de sangre como en el pasado.

P. Su padre...

R. Mi padre era sionista.

P. Si su padre volviera y viera su vida, como dice en el libro...

R. No habría estado nada contento con mi matrimonio. Estoy segura.

Creo que Israel, mientras los palestinos digan que están en contra de la existencia de un Estado judío, mientras no quieran aceptar la presencia de Israel, no puede hacer otra cosa

P. Porque su marido no era judío.

R. He tenido dos maridos y ninguno lo era.

P. No estaría contento porque no eran judíos. Pero al verla a usted, su carácter, su forma de vida, el lugar de la mujer en la sociedad, ¿cree que estaría satisfecho de ver estos avances, o no?

R. Mi padre tendría más o menos ciento... 1908... 115 años, más o menos. (Qué cálculos tan raros). Le costaría mucho aceptar todo esto, más teniendo en cuenta todo lo que ocurrió con mi hermana mayor. No le habrían gustado estas cosas. Pero creo que Joris Ivens, a pesar de todo, le habría gustado. Al fin y al cabo, era un hombre delicioso. Y era un judío honorífico. ¿Sabe por qué? Porque cuando era joven, en Amsterdam -era holandés-, era él quien encendía las luces el sábado para todos los judíos de su edificio.

P. Me gustaría preguntarle por los suicidios de su hermano y su hermana. En el libro dice que tenían la enfermedad de los campos a pesar de no haber estado internados en los campos. ¿Por qué tenían esa enfermedad?

R. Porque la destrucción de la célula familiar es lo peor de todo. Y las generaciones posteriores, es lo mismo, por culpa del silencio, de lo que no se dice, de la incapacidad de transmitir. Todos han estado marcados. Tengo una hermana pequeña que sufre las consecuencias. Fue una niña a la que escondían, mi hermano pequeño era un niño al que escondían durante la guerra; también ellos sufrieron lo suyo. Menos mal que no les deportaron, porque habría sido el final. No habrían vuelto jamás, eso se lo garantizo. Pero las consecuencias fueron terribles en todas las familias. Todavía hoy. En mi opinión, el mayor error que puede cometer un superviviente es tener hijos de inmediato. Querer regenerarse y crear una nueva su familia. Es demasiado pronto. Yo no he querido nunca tener hijos.

P. ¿Por qué?

R. Porque he visto morir a demasiados niños. Me dije: ¿Para qué voy a traer hijos al mundo? Si esto volverá a empezar, dentro de 20 años, de 30, de 40. Siempre he pensado que el antisemitismo volvería. Pero nunca pensé que reaparecería con la llegada de los musulmanes a Europa.

P. ¿Y sus hermanos tuvieron hijos?

R. MI hermana pequeña, que vive todavía, tuvo tres hijos, y mi hermano mayor, que volvió de la guerra y del que hablo en el libro, se casó y tuvo tres hijos. Pero los otros, no.

P. ¿Y el papel de su madre? Porque es evidente que hay un distanciamiento con su madre.

R. Mi madre era una mujer...

P. ¿Judía?

R. Sí, desde luego. Era una mujer de la época, que seguía a su marido, como su madre y su abuela, muy clásica, y que no tuvo la capacidad, o las energías, o los conocimientos suficientes para hacerse cargo de sus cinco hijos ella sola. Volvió a casarse enseguida, y eso causó un trastorno en la familia. No supo, no pudo hacer más. No le reprocho nada, pero es cierto que la persona a la que yo estaba más unida, objetivamente, aunque solo fuera porque nos detuvieron juntos, nos deportaron juntos, sé lo que vivió, era mi padre, tenía un vínculo mucho más fuerte con él, y quizá yo era de los hijos a los que más amaba.

P. ¿Por qué les detuvieron juntos?

R. Porque vivíamos en la misma casa.

P. Sí, pero había más hermanos.

R. Mi hermano mayor estaba con las fuerzas de la Francia libre. Había atravesado España a pie, estuvo internado en el campo de Miranda, que estaba dirigido por un capitán francés. Logró salir del campo porque tenía una colección de sellos con la que consiguió negociar con el capitán para que le dejara salir y volar a Argel, donde estaba De Gaulle. Mi hermana mayor estaba en la resistencia, pero había ido esa noche a avisarnos. Yo estaba allí con mi padre y mi madre, y con otras jóvenes que también habían ido a esconderse, porque mi hermana nos había avisado de que quizá iban a producirse detenciones. Mi padre había encontrado una vieja casa perdida en la montaña, donde había chinches, por lo visto. Habíamos llevado ya bastantes cosas allí. Y esa noche, mi madre estaba cansada y decidió que nos quedáramos una noche más, y resultó ser la noche fatal.

P. Y usted estaba allí.

R. Estaba acostada. Nos despertaron 12 milicianos y miembros de la Gestapo.

Era consciente de que necesitaba vivir con alguien mucho mayor que yo, porque llevaba sobre mí una carga demasiado pesada para relacionarme con jóvenes, con la gente de mi edad

P. ¿Y por qué se quedó su madre?

R. Porque se negó a salvarse cuando nos detuvieron. Mi padre vino a despertarme. Yo siempre tenía conmigo mis papeles, falsos, mi ropa, etcétera. Pero no llegué ni a salir de la casa, porque estaban ya en patio interior, no podía salir por ningún lado, hasta que lo conseguí por un ventanal, y mi padre me esperaba allí, y nos dirigimos hacia la puerta del fondo del jardín que siempre habíamos dicho que sería por donde saldríamos. Pero no vi a mi madre ni a mi hermana.

P. Se habían ido.

R. No, era de noche, no se veía nada. No sabíamos dónde estaban. Y en el momento de abrir la puerta, cuando digo “ya está, papá, estamos a salvo”, vemos a un tipo detrás de la puerta, un francés con una pistola, que nos dice “Alto”. Cuando mi hermana lo oye, se esconde más aprovechando la oscuridad del invierno -eran las tres de la mañana o una hora así- y, mientras nos llevan, ella consigue escapar por otro lado. Salta un muro un poco más allá, mi madre quiere entregarse, pero mi hermana le dice: "No, hay dos niños a los que tienes que proteger". Porque mis hermanos pequeños estaban ya escondidos en casa de una mujer, una refugiada de París que cuidaba a los dos. Son situaciones complicadas, cuestión de suerte, de mala suerte.

P. Usted dice una frase muy fuerte: “Te quiero tanto que me alegro de que me deportaran contigo”. ¿Es verdad?

R. Sí. Estaba contenta de ser yo.

P. ¿Por qué?

R. Porque le quería muchísimo. Mi padre era un hombre muy severo, que no me dirigió la palabra durante dos meses. Yo escribía un diario cuando estuve interna en un pueblo a 20 kilómetros de donde vivíamos. Una chica pétainista me denunció, en aquella época yo era gaullista. La mujer del director del colegio consiguió mi diario y leyó lo que había escrito y denunció que yo criticaba mucho a una vigilante que había que era partidaria de Pétain. Estaba vagamente enamorada de un chico -yo tenía 13 años entonces-, y no cambiaba de etiqueta para que él mi hiciera los deberes de matemáticas. De modo que mi padre se enfadó bastante de que a los 13 años hiciera y dijera todas esas cosas. Me sacó del colegio y me llevó a otro que estaba 20 kilómetros más allá. Fue mi padre el que un día me llevó a pasear por el bosque y habló seriamente de que tenía que tener cuidado, a mi edad, etcétera. Fue mi padre, no mi madre. Era con él con quien tenía una relación profunda y un cariño profundo. Y que dejara de hablarme, en aquella época -debía de ser en el 42, 43-, fue muy duro.

P. ¿Fueron juntos a Auschwitz?

R. Sí, estábamos en el mismo vagón. Fuimos en el mismo camión a la cárcel de Aviñón. Fuimos en el mismo autobús cuando nos trasladaron a otra prisión allí mismo, y luego a Marsella. Fuimos en el mismo tren, pero esta vez él iba atado a otro hombre, de Marsella al campo de Drancy, cerca de París, y fuimos en el mismo vagón de tren, un vagón de ganado, cuando nos llevaron a Auschwitz. Tengo todos estos recuerdos. De mí decían que nací ya pelirroja, era la única pelirroja de la familia, y que mi padre bailó el charlestón conmigo, recién nacida.

P. Usted cuenta que intentó suicidarse dos veces. ¿Por qué siguió viva?

R. Que fallé el intento, supongo. Más que esa pregunta, lo que debería plantearme es por qué quise suicidarme: porque tenía un desfase total con la vida, no sabía qué iba a ser de mí, había dejado el colegio antes de que me deportaran, tenía 15 años, no sabía qué hacer. No tenía un entorno favorable. Mi madre no me animó a que reanudara los estudios, todo lo que quería era que me casara. Y me sentía completamente desfasada, desconectada, después de salir de un mundo que era el infierno.

P. ¿Y qué la animó a volver a vivir?

R. Bueno, no estaba todo el tiempo así. Tenía momentos tremendos en los que me sentía hundida, y me faltaban objetivos en la vida. Comprendí que tenía que trabajar, y empecé a hacer pequeños trabajos, porque no sabía hacer nada. Y poco a poco, maduré. Para empezar, encontré un trabajo que era bastante nuevo en la época, el marketing; hablo de 1956, diez años más tarde. Luego llegó la película de Jean Rouch y Edgar Morin, no sé si la conoce, que es una película magnífica, titulada Chronique d’un été, y eso me abrió las puertas del cine. Trabajé en televisión, hice mi primer documental sobre la guerra de Argelia en 1962, volví a televisión, después conocí a Joris y trabajamos juntos, y la vida me fue atrapando. Quise mucho a Joris. Era consciente de que necesitaba vivir con alguien mucho mayor que yo, porque llevaba sobre mí una carga demasiado pesada para relacionarme con jóvenes, con la gente de mi edad. Con un hombre 30 años mayor que yo, como dijo mi hermano: “Te has casado con tu padre”. En su momento me enfadó, pero era verdad. Joris me aportó muchas cosas, igual que yo a él le aporté mucho desde el punto de vista del cine, de la modernidad. En los años sesenta, él era muy famoso, había hecho muchas películas en todo el mundo. En aquel entonces era uno de los pocos documentalistas de verdad que había, porque mucha gente empezaba con un documental y luego se pasaba rápidamente a hacer películas de ficción, pero él siguió siendo siembre documentalista.

En definitiva, en la vida, hay que saber aprovechar las oportunidades.

P. ¿Cree que ha tenido una vida feliz, pese a todo?

R. He tenido una vida muy complicada, muy difícil, pero, al final he salido bien parada.

La destrucción de la célula familiar es lo peor de todo, y de las generaciones posteriores, es lo mismo, por culpa del silencio, de lo que no se dice, de la incapacidad de transmitir. Todos han estado marcados

P. Su cuñada dice que no deberían haber vuelto de los campos.

R. Sí, que no deberíamos haber vuelto de los campos.

P. ¿Qué le respondió usted?

R. Yo le dije que no podía estar de acuerdo. Quizá en su lugar pensaría lo mismo, pero en mis circunstancias no podía. En mi familia muchos estaban de acuerdo con esa frase. Porque la gente es mezquina, no ve más que lo suyo. Y había un sentimiento general: ¿valía la pena volver? ¿Qué es la vida? Qué es ese discurrir de la vida, en el que tenemos triunfos, obligaciones, desgracias, tragedias, y después desaparecemos. Se acabó.

P. ¿Está satisfecha del libro, le ha permitido reconciliarse con la historia?

R. No. Reconciliarme es imposible. Pero lo que me conmueve mucho es cómo afecta a los demás. Una tirada de 100.000 ejemplares, traducido en 18 países, valorado... Eso quiere decir que he hecho bien en escribirlo como quería, porque ha aportado otra voz a lo que se sabe sobre los campos de exterminio, y ha abierto las puertas hacia los padres de otras personas. Varias personas me han dicho que después de leer el libro se apresuraron a llamar a su padre. Eso es maravilloso. En ese sentido, sí estoy satisfecha, el libro no me ha cambiado la vida, no es un libro que cambie la vida, pero trabajé mucho en él durante un año, con la ayuda de Judith, que es una bellísima persona, y en ese sentido estoy muy orgullosa de él. Nunca había contado esta historia, solo la había mencionado de paso, y me alegro de haberlo hecho así, del libro que hemos escrito juntas. Porque se ve de inmediato el sentido de las cosas, dice las cosas, cuenta, en un texto muy breve, la destrucción de los judíos de Europa. Y aporta elementos de vida posible, más de los que se suelen decir.

P. Me gusta mucho una frase que dice hablando de la boda con su marido: “Hemos decidido no hacernos daño uno a otro”.

R. Sí, es muy importante. Un poco de humanidad. Lo que más desearía hoy es escribir un libro sobre cómo vivir ... Basta de espíritu posesivo, basta de envidia, hay que construir una verdadera confianza. Y respetar la libertad. No hacer daño inútilmente. Es muy importante para mí. En cuanto a mi vida, lo que puedo sacar, de todo lo que he vivido, es una cosa muy judía: reparar el mundo. Si podemos arreglar un poco el mundo, todo irá bien.

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Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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