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LIBROS / REPORTAJE

Literatura de franquicia

¿Es lícito que un autor utilice a un personaje creado por otro? En el cine o el cómic es habitual, pero en novelas como las de 'Millennium' sigue siendo motivo de debate.

Guillermo Altares
Silueta de James Bond.
Silueta de James Bond.

Una de las mejores planchas de Corto Maltés no la dibujó Hugo Pratt sino su amigo Milo Manara. En ella aparecen todos los personajes de la serie en una playa, con Rasputín, un tipo despiadado y amoral que sin embargo es lo más parecido a un amigo que tiene el marinero, en primer plano. Mira al horizonte y dice: “Cuando venga, yo seré el primero en verlo y le diré: ‘Siempre te tengo encima’. Y él me responderá: ‘Estás elegante con esa trinchera’. Y nos iremos juntos hacia otra bellísima historia”. Pero el lector sabía que Corto no volverá, que con su muerte Hugo Pratt había dejado huérfanos a sus personajes y a sus lectores. Hasta ahora. Dos décadas después del fallecimiento del dibujante italiano, los españoles Juan Díaz Canales y Rubén Pellejero han resucitado al personaje y publicarán el próximo 30 de septiembre Bajo el sol de medianoche, el primer álbum de Corto Maltés que no firma Pratt. Lo que ha sido una norma en el mundo de los tebeos desde sus orígenes, las franquicias, se empieza a contagiar a la literatura.

David Lagercrantz ha resucitado la serie Millennium, de Stieg Larsson, como antes Benjamin Black (seudónimo de John Banville para la novela negra) recuperó a Philip Marlowe o Sophie Hannah relanzó a Hércules Poirot. Algunos personajes han creado géneros propios, independientemente de cualquier voluntad de su autor original, como ha ocurrido con Sherlock Holmes. La editorial Valdemar incluso editó una colección de apócrifos del detective de Baker Street en la que se publicaron joyas como El caso del anillo de los filósofos, de Randall Collins, que unía en Cambridge a Holmes, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein en una historia policiaca que también reflexionaba sobre el poder de la lógica y sus límites. En cierta medida, Arthur Conan Doyle tuvo que hacer un pastiche de su propia obra ya que, tras matar al detective, se vio obligado a resucitarlo (literalmente) por la presión de los lectores. En la película Mr. Holmes, ahora mismo en cartel, Ian McKellen encarna al detective, ya cerca de su final. Basada en una novela de Mitch Cullin, publicada por Roca, logra ofrecer una imagen humana, incluso falible, del personaje más inteligente de la literatura universal.

Lisbeth Salander.
Lisbeth Salander.

¿Dónde acaba el homenaje y empieza el negocio (o incluso la traición)? ¿A quién pertenecen los personajes literarios y cinematográficos, a sus autores o a sus lectores? ¿Es posible recuperar a cualquier personaje? ¿Hasta dónde se puede estirar una serie sin que acabe totalmente desnaturalizada? Las franquicias literarias plantean estas y muchas otras cuestiones. 

Pero en el caso del cómic nunca han estado sobre la mesa. “Todas las series de superhéroes y casi el 90% del cómic francobelga se publican como franquicias, porque los personajes son propiedad de las editoriales, no de los autores”, explica Álvaro Pons, uno de los mayores expertos españoles en tebeos, autor del blog La cárcel de papel.

La única excepción a esta regla es Tintín, que nunca ha regresado tras la muerte de Hergé, pese a que podría convertirse en un negocio fabuloso. Astérix, por ejemplo, prosiguió después del fallecimiento de su guionista y alma mater, René Goscinny, de la mano del dibujante Albert Uderzo. Incluso cuando este último se retiró, la franquicia ha permanecido abierta con un enorme éxito de ventas. El guionista Jean-Yves Ferri recuperó al personaje en Astérix y los pictos, y el próximo álbum, El papiro de César, saldrá en otoño con un tirada de 1,7 millones de ejemplares en Francia (del nuevo Corto Maltés se pondrán en la calle 300.000 ejemplares). Algunas series como Thorgal o Blueberry han acabado por aguarse tanto que han perdido su sentido y espantado a muchos fans, pero otras, como Blake y Mortimer, han sido capaces de mantener su calidad independientemente de los autores: se mantiene viva desde 1947, pese a que su creador, Edgar P. Jacobs, falleció en 1987. 

Incluso algunas series de superhéroes ganaron calidad a lo largo de los años con autores muy diferentes de sus creadores originales. “Stan Lee, el gran impulsor de Marvel, estableció un cisma fundamental en los superhéroes porque diluyó la autoría: cada obra tenía un dibujante, un guionista, alguien que coloreaba… Pero esos mismos personajes, cuando fueron recuperados por creadores más personales como ocurrió con Frank Miller y Batman, ganaron mucha fuerza”, explica Pons. Sin embargo, ni los lectores de novelas ni los escritores han cruzado todavía ese Rubicón que puede cambiar la forma de concebir la literatura, porque los personajes comenzarían a mandar sobre los autores.

Hércules Poirot, personaje creado por Agatha Christie.
Hércules Poirot, personaje creado por Agatha Christie.

Por un lado, están los autores que deciden resucitar o recrear a un personaje a su libre albedrío (como hemos visto, Holmes es el caso más claro, pero existen numerosas versiones de Frankenstein, por ejemplo). Es difícil referirse a esto como franquicia: más bien sería el eterno palimpsesto sobre el que se forma la literatura (capas y capas sobre un mismo manuscrito cuyo origen tal vez hay que buscar en Homero o incluso en las paredes de la cueva de Chauvet). Por otro, están en los personajes controlados por una familia o una compañía que son un negocio demasiado suculento como para que se conviertan en papel mojado. Ahí es donde se está imponiendo cada vez más el modelo de los cómics o, incluso, de las series, con su sucesión de temporadas hasta que los espectadores aguanten. Un ejemplo: la revista Forbes calculó que el valor de la franquicia de James Bond (películas, libros, merchandising) ascendía a 12.000 millones de euros, una cifra demasiado elevada como para que se acaben los martinis mezclados, no agitados.

La primera gran operación comercial para resucitar un personaje fue Scarlett, en la que, 70 años después de Lo que el viento se llevó, la autora de best sellers Alexandra Ripley narraba lo que ocurría después de que Scarlett O’Hara pronunciase su famosa frase: “Después de todo, mañana es otro día”. Pero el libro, que funcionó muy bien comercialmente, carecía de alma. Las siguientes resurrecciones han tratado de buscar autores que sean capaces de encontrar su propia voz al recuperar un personaje de otros, de permitir que el lector se encuentre a la vez en un terreno conocido, con todas las claves del personaje, pero también desconocido. William Boyd se atrevió en Solo, su versión de James Bond editada en 2013, al convertir al personaje de Ian Fleming, notablemente iletrado, en un lector de Graham Greene. La marca ya había fichado a autores tan notables como Kingsley Amis, que publicó la primera novela pos-Fleming en 1968. En los casos de las series de Bourne o de las novelas de Tom Clancy, se trata de franquicias de aeropuerto, en las que el autor directamente no importa, como ocurre en los tebeos de superhéroes.

“La resurrección de las secuelas más o menos canónicas se ha convertido en un fenómeno muy curioso”, escribió The Guardian cuando se publicó el libro de William Boyd, un autor que ha logrado combinar el talento literario con temas muy populares en novelas como Playa de Brazzaville, Como nieve al sol o Armadillo. “Es un retorno a la guardería, una especie de ficción para fans, pero representa sobre todo la negativa a aceptar que la última página de un libro marque el final de la historia”. Philip Marlowe, el cínico detective creado por Raymond Chandler, representa una de las cumbres de la literatura universal más allá de cualquier género, un relato descarnado y lúcido de la sociedad estadounidense.

En cierta medida, aunque en otra época y en otro lugar, su espíritu seguía vivo en el personaje de Bernie Gunther, de Philip Kerr (por sus borderías, pero también por su negativa a aceptar que un individuo tenga que resignarse a mimetizarse y aceptar las reglas de un mundo podrido). John Banville aceptó el reto de devolver a Marlowe a la vida con La rubia de ojos negros. El resultado fue impresionante (y el negocio también). Quizás lo importante para que siga la historia, para que la orquesta continúe tocando, está en que el autor sea capaz de respetar la literatura, de crear una voz nueva con acordes antiguos. No es lo mismo una recreación libre que una producción industrial que parece surgida de una cadena de montaje. Mientras, los lectores seguirán mirando al horizonte y esperando la nueva temporada de Fargo, la nueva aventura de Corto Maltés, otro banquete en la aldea gala, un hackeo interminable de Lisbeth Salander, un caso de Philip Marlowe que no tenga final.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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