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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Eléctricas afinidades electivas

El arte es siempre más intenso como experiencia que como resultado. En ello coinciden Enrique Vila-Matas y la artista francesa Dominique Gonzalez-Foerster

Manuel Rodríguez Rivero
TH.2058, instalación de Dominique Gonzalez-Foerster en la Tate Modern de Londres en 2008.
TH.2058, instalación de Dominique Gonzalez-Foerster en la Tate Modern de Londres en 2008.AFP

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) y Dominique Gonzalez-Foerster (Estrasburgo, 1965) cabalgan juntos de nuevo. Pocas veces he visto una conjunción tan exacta de intereses artísticos como los de estos dos creadores, un sentimiento tan compartido acerca de que el arte es siempre más intenso como experiencia que como resultado, una coincidencia tan clara en la convicción de que la creación y reinterpretación artística son los medios más eficaces para descifrar lo que la realidad pueda tener de descifrable, así como un acuerdo tan sin fisuras acerca de quiénes —y quiénes no— aportan nuevos y originales elementos al arte y la cultura de nuestro tiempo. A principios de septiembre se publicará en Christian Bourgois, su editor francés, Marienbad électrique, un ensayo de Vila-Matas que servirá de comentario y acompañamiento a la gran exposición Dominique Gonzalez-Foerster, 1887-2058, una ambiciosa muestra-retrospectiva que ocupará un gran espacio en el Centre Pompidou (del 23 de septiembre al 1 de febrero) y que reunirá todos los temas, motivos y obsesiones (a menudo literarias) de esta artista que, en más de una ocasión, ha confesado sentirse una “escritora frustrada” (por cierto: siempre me he preguntado —pero con mayor intensidad desde Kassel no invita a la lógica— si, a su vez, Vila-Matas no tiene algo de artista frustrado). Incluidos los que ya se encontraban en dos de sus más interesantes performances de los últimos años: la de Splendide Hotel (Palacio de Cristal de Madrid, 2014), que constituyó un complejo comentario en torno al año 1887 (en el que se construyó el edificio y en el que nació Duchamp, por citar dos efemérides de entonces), y, sobre todo, la fantástica megainstalación TH.2058, cuya importancia crece en el recuerdo, y en la que Gonzalez-Foerster convertía el Turbine Hall de la Tate Modern (era la época en la que Vicente Todolí estaba al frente del museo) en un sórdido espacio poblado de literas y somieres, a modo de refugio posapocalíptico fechado en 2058. El libro de Vila-Matas, en cuya cubierta francesa aparece la artista con aspecto andrógino (digamos que entre el Klaus Kinski de Fitzcarraldo y el David Bowie de las juergas neoyorquinas), será publicado en castellano a finales de agosto, en dos pequeñas pero prestigiosas editoriales independientes latinoamericanas: en la argentina Cajanegra y en la mexicana Almadía. Seix Barral lo publicará en España a principios de 2016. En cuanto a la expo del Pompidou, ya estoy detrás de vuelo y alojamiento, a ver si comienzo el otoño con buen pie.

Vargas (pero no Llosa)

Cuatro años (El ejército furioso es de 2011) sin un Fred Vargas que llevarme al cerebro me parecía demasiado tiempo. Así que cuando Ofelia Grande, su editora española, me aseguró que Siruela publicaría en octubre su nueva novela Tiempos de hielo, pensé que no podría esperar tanto, de modo que no paré hasta hacerme con el original, Temps glaciares, publicada por Flammarion, después de que la célebre autora francesa de polars rompiera su relación de 20 años con la editorial independiente Vivian Hamy, en la que, por cierto, las obras de Vargas representaban casi el 80% —han leído perfectamente— de la facturación. Es como si, por poner un ejemplo, de Alfaguara (Random House) se fueran al mismo tiempo Pérez Reverte, Marías, Vargas Llosa y media docena más de autores vendedores, de modo que imagínense lo que un terremoto semejante puede representar para una pequeña editorial independiente. Bueno, el caso es que, por las razones por las que se hacen esas cosas (básicamente, insatisfacción en los resultados económicos o discrepancias respecto a la distribución), Fred Vargas decidió en un momento dado introducir en su relación editorial a un agente literario, algo a lo que los editores franceses, poco partidarios del ménage à trois profesional, siguen siendo particularmente reacios; y eso fue lo que acabó con la joint venture (que, no nos engañemos, suele ser siempre más venturosa para la parte contratante de la primera parte). En cuanto a la novela, lo poco que les puedo decir sin convertirme en un spoiler es que no decepcionará las expectativas de los varguistas; de nuevo los personajes de siempre: el atrabiliario y desordenado comisario Adamsberg, el sabelotodo y metódico Dangland, la robusta teniente Retancourt. Y una trama repleta, como siempre, de intrigas paralelas en la que se mezclan geografías y épocas, realidad y (aparente) fantasía, naturalismo y poesía. La novela se inicia con unos extraños suicidios en los que aparece un signo que se parece a una guillotina. Los suicidas estuvieron años antes en Islandia y todos guardan relación con una sociedad que se dedica a estudiar y a representar los discursos de Robespierre. Islandia, Robespierre, un jabalí protector (recuerden: además de medievalista, Fred Vargas es arqueozoóloga, y en sus obras siempre aparecen animales). En fin, que pasé con ella un fin de semana estupendo, como siempre desde que nos conocemos.

Virago

El DRAE sigue definiendo “virago” como “mujer varonil”, que es un poco más delicado que “marimacho”. En realidad, el término puede tener un empleo peyorativo y machista (la raíz latina vir) y otro, preferido por las feministas, que designa a la mujer cuyos comportamientos o hazañas no casan bien con la idea convencional de feminidad e implican, en cierto modo, cierta transgresión de género. Viragos eran las amazonas, pero también las damas que en el teatro del XVII se vestían de varones para llegar adonde no podían acceder por sí mismas. Virago es también el nombre de una estupenda editorial británica fundada en 1973 por la escritora y editora australiana Carmen Callil que se distinguió desde el principio por poner los libros escritos por mujeres en el centro del escenario. La editorial pasó por los sobresaltos y avatares típicos del brutal proceso de concentración de los años setenta y ochenta, pero sigue viva. Y uno de sus mayores méritos históricos es haber contribuido a que el mundo editorial cambiara su actitud hacia las escritoras y se tomara mucho más en serio su trabajo (incluso como fuente de negocio). En su serie Virago Modern Classic descubrí, por ejemplo, a clásicas como la gran Elizabeth Taylor (El hotel de Mrs. Palfrey, Angel) o Elizabeth von Arnim (Abril encantado) y a “modernas” como Angela Carter, Sarah Waters o Gillian Slovo. Ahora, Virago ha decidido poner su feminismo al día publicando (en noviembre) I Call Myself a Feminist, un volumen de ensayos escritos por mujeres de menos de 30 años que tratan de explicar por qué sigue habiendo razones para considerarse feministas.

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