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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Yiyo, torerazo’

El domingo 30 de agosto se cumple el 30º aniversario de la muerte del torero madrileño en la plaza de Colmenar Viejo

Antonio Lorca
José Cubero Sánchez 'El Yiyo', en una faena en la plaza de Las Ventas en mayo de 1985.
José Cubero Sánchez 'El Yiyo', en una faena en la plaza de Las Ventas en mayo de 1985. Manuel Escalera

Hoy tendría 51 años; estaría retirado de los ruedos, quizá, y gozando de las mieles de una trayectoria artística sobresaliente. Pero un toro de la ganadería de Marcos Núñez, Burlero de nombre, negro de capa, astifino, número 24, se lo encontró a la caída de la tarde del 30 de agosto de 1985, en la plaza de Colmenar Viejo, le partió el corazón y acabó con el sueño de un chaval llamado, quién sabe, para ser una figura de época.

Tenía solo 21 años, había conocido la gloria de salir a hombros por la puerta grande de Las Ventas, y la tragedia de presenciar en directo la muerte de Paquirri. Había sido un torero precoz, alumno de la Escuela de Tauromaquia de Madrid, novillero brillante de corta y exitosa carrera, y un matador de toros que pronto sorprendió por su concepción clásica; tenía valor, sentido del temple, una innata elegancia y una afición desmedida. Nadie sabe qué hubiera sido, pero se atisbaban en él condiciones de gran figura del torero. La pena es que no tuvo tiempo de madurar porque un toro bravo y encastado, al que cuajó en la faena de muleta con torería de maestro consumado, le quitó la vida.

José Cubero Sánchez El Yiyo había nacido el 16 de abril de 1964 en la localidad francesa de Burdeos, donde sus padres residían como emigrantes, pero se consideró madrileño del barrio de Canillejas de toda la vida. Acababa de cumplir solo 17 años cuando recibió el título de matador de toros en Burgos, con Ángel Teruel como padrino y José María Manzanares de testigo. Y ahí comenzó una trayectoria que encontraría su punto culminante en la Feria de San Isidro de 1983. Su nombre no figuraba en los carteles, pero, -lo que es la vida- las sucesivas ausencias de Roberto Domínguez, Espartaco y Paco Ojeda, y su disposición para el triunfo, le permitieron actuar tres tardes y ser uno de los triunfadores del ciclo tras cortar cuatro orejas. Y otra más paseó ese mismo año en la corrida de Beneficencia, en un mano a mano con Luis Francisco Esplá.

‘Yiyo, torerazo’. Así titulaba su crónica Joaquín Vidal de la corrida celebrada el 1 de junio, día en que El Yiyo traspasó a hombros la puerta grande tras cortar una oreja a cada uno de sus toros.

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‘Vino de suplente y ahí está, candidato a triunfador de la feria’, escribía el maestro. ‘Yiyo, esa es la figura. Yiyo, torerazo. Torero completo, en todas las suertes. Torero en la brega, en quites, y con la muleta, artista y dominador. El repertorio de la tauromaquía plasmó ayer Yiyo ante la asombrada cátedra de Las Ventas, y cuando ya lo había desgranado con auténtica exquisitez, se mostró en su dimensión de torero de casta, valiente, decidido a triunfar a pesar de la bronquedad del toro y a pesar de la cogida. Este sí que es valiente, a carta cabal’.

‘Cuando cobró la estocada -terminaba Vidal- el triunfo ya era de apoteosis y la plaza entera le aclamaba. ¡Torero!, ¡Torero! Salió a hombros por la puerta grande, y en aquellos momentos ocupaba un puesto cimero entre las figuras. La lección de Manolo Vázquez, la maestría de Antoñete y su distancia, la torería de Esplá, habían tenido por una tarde su síntesis en Yiyo; torerazo Yiyo’.

Un año después, llegaría la tragedia de Pozoblanco. El 26 de septiembre de 1984 formó parte de ese cartel maldito en el que acompañó a Paquirri y El Soro. Y fue El Yiyo el que acabó con la vida del toro Avispado, que momentos antes había herido mortalmente a Francisco Rivera.

Ni en la más pura ciencia ficción podía nadie imaginar que once meses más tarde, ese chaval casi imberbe aún, enterraría su estoque en el morrillo de otro toro que no pasaría a la historia por su encastada codicia, que la tuvo, sino por acabar con las ilusiones de una figura en ciernes.

Y, como siempre, las fantasmagóricas carambolas de la existencia. José Cubero no estaba contratado para esa corrida de Colmenar Viejo. El torero había llegado a Madrid de madrugada procedente de Calahorra, donde había toreado el día anterior, y hasta por la mañana no recibió la noticia de que sustituiría a Curro Romero, de baja por una contractura cervical.

Hizo el paseíllo junto a su admirado Antoñete y José Luis Palomar. El toro Burlero salió en sexto lugar. Hizo una buena pelea en varas, y llegó a la muleta con nobleza, acometividad y codicia. El Yiyo inició la faena con tres muletazos por bajo, y se lució después en tres tandas de templados redondos; brilló al natural, y así lo captaron los tendidos, emocionados antes el espectáculo ofrecido por toro y torero.

El Yiyo pinchó en hueso antes de cobrar una estocada. Fue entonces cuando el animal se revolvió, prendió al torero, que no pudo hacerse el quite, y lo derribó. Ya en el suelo, giró sobre sí mismo para evitar la cornada, pero el toro persiguió a su presa con saña hasta que le clavó el pitón astifino en el costado izquierdo, y así lo levantó. Cuando el toro lo soltó, el corazón del torero estaba roto, y la vida se escapaba a borbotones.

El monumento que José Cubero Yiyo tiene en la explanada de la plaza de Las Ventas es algo más que un punto de encuentro para los aficionados; es el recuerdo permanente de un torero elegido que la gloria lo arrebató demasiado pronto y para siempre. Hace treinta años ya…

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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