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La venta de la Inés

Nada ha cambiado sustancialmente en esta cocina desde que aquí cambiaban los tiros las diligencias

Julio Llamazares
Felipe Ferreiro y su hija Carmen, en la cocina de la que fue venta de la Inés y antes del Alcalde, en el valle de Alcudia.
Felipe Ferreiro y su hija Carmen, en la cocina de la que fue venta de la Inés y antes del Alcalde, en el valle de Alcudia.navia

Vías del ferrocarril del AVE Madrid-Sevilla por el medio (¡qué inteligencia la de los ingenieros de Caminos, que las trazaron, después de muchos estudios, por donde siempre fue el camino real sin necesidad de hacerlos), las ventas del Molinillo y del Alcalde, hoy de la Inés, eran las dos últimas que los viajeros hallaban antes de adentrarse en Sierra Morena de lleno, que son palabras mayores y más en tiempos de don Quijote, en los que estaba llena de bandoleros. Impone incluso hoy, cuando nadie asalta ya a los viajeros porque no hay, salvo algún curioso como yo o senderistas con ganas de andar caminos perdidos.

La venta de la Inés tiene, además, otro aliciente añadido. Es la familia que la habita (hoy ya el padre y la hija solamente) y que es conocida por todos los cervantistas porque a todos ha acogido alguna vez en su cocina; una cocina a la antigua usanza, con el fuego en el suelo y sobre él la gran chimenea por la que se escapa el humo. Nada ha cambiado sustancialmente en esta cocina (ni en la casa, a lo que veo: el zaguán de entrada empedrado, el portalón trasero y la huerta, hasta el propio mobiliario, que es muy antiguo) desde que aquí cambiaban los tiros las diligencias y los correos cuando Cervantes andaba por estos caminos.

La familia Ferreiro, padre e hija, me recibe como a un cervantista más. Él, a fuerza de repetir sus historias, tiene ya un deje característico (como de personaje antiguo y algo anacrónico), mientras que la hija, que está impedida a causa de una enfermedad de nacimiento y de un accidente sufrido con sólo dos años (se cayó al fuego de la cocina, no en ésta, sino en la de la vecina venta del Molinillo, que yo acabo de dejar atrás), asiente a todo lo que dice, que se sabe ya de memoria, pero que escucha con veneración filial. La madre, enferma de Parkinson, vive desde hace dos años en Brazatortas con uno de sus dos hijos varones, que es el que está más cerca.

Casas de postas y diligencias

El tráfico de personas y mercancías se hizo durante siglos en diligencias y en caballerías, las cuales tenían que ser atendidas en las distintas casas de postas que había en los caminos a tal fin. Herederas de las antiguas ventas, las casas de postas subsistieron hasta la llegada del ferrocarril, que terminó con las diligencias y con el transporte a lomo de caballerías. Como la venta de la Inés, muchos de esos lugares subsisten aún y en ellas el recuerdo de unos tiempos de los que las fotografías y otros objetos dan fe, así como de una actividad, la arriería, que hoy nos parece romántica, pero que fue muy dura y sacrificada para quienes la ejercieron.

—¡Cuánto navegó la pobre —la compadece Felipe, su marido— con esta hija todo el día a cuestas!

El parlamento de Felipe va de un lugar a otro mientras Navia, al que ya conoce, le hace fotos, y la hija y yo lo escuchamos, ella sentada en su sillita de mimbre al lado del fuego y yo a la mesa, tomando notas. Desde que entré en la casa estoy impactado, no sólo por la antigüedad de ésta, sino por la dura imagen que padre e hija componen. Una imagen que recuerda, actualizada a día de hoy, la novela Los santos inocentes, de Delibes.

—Alcudia tiene 365 valles, tantos como días del año— dice Felipe en este momento, para saltar a continuación a otro tema, y luego a otro, hasta llegar al que más le preocupa desde hace tiempo: el pleito que mantiene con los que él llama los poderosos, esto es, los dueños de la finca en cuyo territorio está enclavada la casa, por culpa del agua. Pero tampoco se fía de la justicia. “Los jueces son como las tormentas: donde caen arrasan con todo”, asegura.

Con los médicos le sucede igual (“¡Como te toque un matasanos, ya puedes coger la manta y salir corriendo!”, exclama), aunque de su médica de cabecera en Almodóvar, que es el Ayuntamiento al que pertenecen a pesar de la lejanía, dice que “vale un cortijo”. Y lo mismo le pasa con la compañía eléctrica: “Nos echaron la luz el 28 de diciembre de 2007, día de los Inocentes, y fue una auténtica inocentada, pienso yo: la última factura que nos llegó es de 140 euros. Creo que voy a llamar y decir que nos la quiten otra vez”, afirma mientras su hija Carmen asiente con la cabeza; se ve que su padre es Dios para ella.

Pero la verdadera pena que a Felipe le carcome el corazón, la preocupación que le llena de pesadumbre y con la que se irá a la tumba según asegura él mismo sin preocuparse de que su hija le esté escuchando (lo habrá oído ya mil veces), es ésta precisamente. “Hombre muerto no sufre”, dice por él, “pero ¿qué será de Carmen cuando yo no pueda cuidarla?”. Se arrepiente de no haber aceptado el ofrecimiento de un gobernador civil de Ciudad Real de ingresar a su hija en un centro especial cuando era pequeña, ofrecimiento que su mujer y él rechazaron por no separarse de ella, viéndola tan desvalida. Nos los dice a Navia y a mí al tiempo que nos enseña algunas fotos familiares e insiste en que comamos el guiso que ha preparado en el fuego, como cada día desde que su mujer se fue, para él y para su hija, que acababa de comer cuando llegamos.

—Gracias, pero aún es pronto para nosotros— me excuso, lleno de agradecimiento.

—¿Nos volveremos a ver?

—Espero.

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