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Los pastores de Alcudia

Las carreteras que cruzan el valle son en su mayoría antiguos cordeles y cañadas de la Mesta o caminos como el de la Plata

Julio Llamazares
Rebaño de ovejas en el valle de Alcudia, al amanecer.
Rebaño de ovejas en el valle de Alcudia, al amanecer.NAVIA

La noche de Puertollano, con trago en la Fuente Agria del doctor Limón incluido, me dejó dispuesto para la travesía que esta mañana comienzo y que me llevará a cruzar, en viaje de ida y vuelta, “las asperezas” de Sierra Morena. Para llegar a ésta, no obstante, tengo antes que cruzar el valle que atravesé una vez hace muchos años y cuya espectacular belleza nunca olvidé desde entonces: el valle de Alcudia.

El valle de Alcudia surge cruzada la sierra de la Solana de Alcudia, una cadena de montes que anteceden a Sierra Morena, con la que forma la depresión intermedia que es conocida en todo el país por su abundancia de pastos y su riqueza ganadera. Se trata de una planicie que se extiende de este a oeste durante más de 60 kilómetros y que tiene en La Bienvenida y en Alamillo sus dos pueblos principales; aunque sus puertas de entrada y salida son Brazatortas, por el este, y Almadén, por el oeste. En medio de estos dos pueblos, kilómetros y kilómetros de pastizales, verdes en el invierno y en primavera y amarillos cuando se acerca el verano. Que era cuando se ponían en marcha (y aún se ponen algunos, pocos) los millares de cabezas de ganado que hacían la trashumancia hacia el centro y el norte de la península en una estampa que recordaba a las del lejano Oeste.

Y que lo recuerda aún. Porque las carreteras que cruzan el valle, la mayoría de ellas antiguos cordeles y cañadas de la Mesta o caminos como el de la Plata, que es el que yo llevo, van dejando a un lado y a otro rebaños y hatos de vacas que pastan tranquilamente en la soledad de este fin del mundo en el que apenas hay algunas casas de labor y cobertizos para la estabulación de aquellos; una de ellas, en la finca llamada la Pastora (en realidad la Divina Pastora), una extensión de dos mil hectáreas en la que pastan 500 vacas y 1.500 ovejas, la que fuera famosa venta del Molinillo, citada por Cervantes en su novela ejemplar Rinconete y Cortadillo. “En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a Andalucía” sitúa el encuentro de los dos pícaros que se dirigen hacia Sevilla en busca de mejor fortuna y que a partir de aquí viajarán ya juntos en el comienzo de una novela que aparece citada a su vez, en un juego literario típico de su autor, tan innovador en muchos aspectos, en El Quijote, concretamente en la escena de la primera parte del libro en la que el dueño de la venta de la que sale enjaulado don Quijote camino de su aldea nuevamente le da al cura una maleta que un huésped dejó olvidada y en la que, aparte de unos papeles, hay dos novelas: El curioso impertinente y Rinconete y Cortadillo, lo que ha hecho pensar a algún cervantista que el viajero olvidadizo era Cervantes y la venta ésta del Molinillo de Alcudia.

Cuando yo llego a ella, lo hago a la vez que un todoterreno en el que vienen su dueño y el capataz de la finca, que me reciben con desconfianza. No les debe de gustar que los curiosos merodeen por la propiedad. Pero en seguida se tranquilizan cuando les cuento el verdadero motivo de mi presencia en ella ¡Don Quijote! ¡Otro chiflado más de los que de cuando en cuando aparecen! parecen pensar para sus adentros, aunque no me lo digan, lógicamente.

La encina de las mil ovejas

Cerca de la Pastora, en la finca Morillo, junto a la carretera de Fuencaliente, que es la que une Ciudad Real con Andalucía por esta parte de Sierra Morena, hay una encina que es conocida popularmente como la de las mil ovejas porque dicen que bajo ella cabe ese número de animales. Otros la llaman la encina milenaria, atribuyéndole una edad que seguramente no tenga.

Verdad o no (lo de las mil ovejas, no lo de la edad), lo cierto es que la encina tiene tal envergadura que se ha convertido en un emblema del valle de Alcudia, al que representa incluso en algunos folletos de propaganda turística.

—¡Ángel, enséñales a estos señores (hoy me acompaña Navia, el fotógrafo) el corral!— grita el capataz a un chico que está arreglando un tractor mientras el dueño observa la escena, sin decir nada, en segundo plano. Es un hombre de mediana edad, con cierto aire de señorito, que acaba de llegar de Málaga, donde vive, para ver cómo va el ganado, según me contará Ángel, el hijo del capataz, que es al que éste encargó que nos enseñe el corral de la antigua venta, que está igual que Cervantes lo describe.

—Eso dicen— se encoge Ángel de hombros mostrando una indiferencia total hacia lo que yo le cuento. El chico está curtido por el sol y tiene brazos y cuerpo de trabajar mucho físicamente —¡Yo de libros!…

Millares de cabezas de ganado marchaban hacia el centro y norte

Isabel, la madre, que sale a tender la ropa en este momento, sabe algo más “de libros”, pero tampoco mucho. “Viene gente”, dice, “a ver la casa de cuando en cuando, pero nada más”. La mujer, que es de Brazatortas (el que es nacido aquí es su marido, hijo y nieto de encargados de la finca), confiesa vivir feliz en este lugar, pero por la tranquilidad del campo, no porque su casa aparezca en el Quijote.

Entre tanto, su marido y el dueño de la finca contemplan a lo lejos el paso por el camino de las 500 vacas limusinas que son el orgullo de la Pastora.

Kilómetros y kilómetros de pastizales, verdes en invierno y primavera
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