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¿Están las series cambiando la realidad?

La ficción televisiva, con su formato aparentemente inofensivo, se va filtrando en nuestros cerebros y redefiniendo los valores

Imagen de la serie 'Orange is the new black'.
Imagen de la serie 'Orange is the new black'.

Cada época tiene sus contraseñas. “Klopstock pasó a ser sinónimo de una nueva relación entre leer y vivir, de entender la vida siguiendo el ejemplo de la literatura”, escribe Stefan Bollmann en su recomendable ensayo Mujeres y libros. Una pasión con consecuencias (Seix Barral): “En Las desventuras del joven Werther, novela publicada en 1774, sólo hace falta pronunciar este nombre para que la joven y el joven, enardecidos por el baile mientras fuera azota una tormenta nocturna, se abran el corazón mutuamente”. La obra de Goethe es hija de la Klopstock, provocó también una auténtica fiebre: los jóvenes lectores comenzaron a vestirse y a comportarse como el personaje suicida —y a suicidarse por centenares—. Fue prohibida en varios países, porque la censura es pura conservación e intenta que la lectura no cambie la realidad.

Pero lo cierto es que ese es el poder más radical de los textos: no sólo transforman nuestras neuronas, también devienen gestos y acciones, que a veces trascienden del individuo aislado al colectivo sincronizado. Los más influyentes, como La Biblia, El Corán, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, La Enciclopedia, El origen de las especies o La interpretación de los sueños, provocaron en su momento revoluciones que siguen activas. Dogma o ciencia, son leídos como no ficción.

El personaje de ficción va ocupando capas de piel del actor o actriz que lo encarna

Más difícil, en cambio, es medir la capacidad de cambio social de los textos ficcionales. Varias generaciones del siglo XX aprendieron a besar en las películas de Hollywood. La ficción porno nos ha enseñado a follar en el XXI. Siempre invocamos los mismos precedentes de esa tradición emocional, en el ámbito de la configuración del amor: cómo el neoplatonismo, la poesía trovadoresca, la novela de caballerías, el petrarquismo, el romanticismo, la novela realista, las revistas femeninas o el movimiento hippie fueron creando lo que Eva Illouz ha llamado “estilos emocionales”, los modos en que “una cultura empieza a preocuparse por ciertas emociones y crea técnicas específicas –lingüísticas, científicas, rituales– para aprehenderlas”, leemos en La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Katz).

Según la socióloga de origen marroquí, en el centro del estilo emocional de nuestro cambio de siglo está la cultura de la terapia. Eso son las redes sociales: una gran psicoterapia constante y colectiva. En su circulación perpetua se insieren las series de televisión, como parte ahora sí fundamental de la conversación social (junto con los deportes, la salud, la tecnología, la política o la comida, como temas principales).

Tras Frozen es imposible afirmar que las series han invadido el lugar del cine como generador de modelos

El grado cero del efecto de la ficción serial sobre la realidad lo encontramos en el cuerpo de los actores. En Hombres fuera de serie (Ariel, 2014) —la gran crónica panorámica sobre la tercera edad de la televisión— Brett Martin alude en diversas ocasiones al apego y a la identificación de varios actores con sus personajes: desde James Gandolfini con Tony Soprano (“reconocía no dormir del todo tranquilo al saber que el destino de Tony estaba en manos de David Chase”) hasta Peter Krause con Nate Fisher (dejó de aceptar que su personaje fuera un eterno adolescente), pasando por Indris Elba, que tuvo que asentir finalmente, tras un cabreo considerable, a que Omar Little meara sobre su cadáver (bueno: el de Stringer Bell). El personaje de ficción va ocupando capas de piel del actor o actriz que lo encarna a causa de la exposición prolongada a la radiación de la personalidad imaginada.

La duración es el rasgo fundamental de las series: tanto en su propia materia como en nuestra experiencia de recepción. La convivencia con ese mundo y sus seres va filtrando en nuestro cerebro lenguaje, comportamientos, valores. El éxito arrollador de Gomorra en Italia, el año pasado, hizo que la imitación de las frases del guion fuera habitual en las reuniones entre familiares y amigos. Broma cómplice o contraseña, se pronunciaba repetidamente mientras se organizaban protestas contra la representación estereotipada del sur de Italia como territorio criminal.

Las series movilizan comunidades de inteligencia colectiva. No hay más que pensar en la Lostpedia o la Fringepedia, auténticos repertorios eruditos de información acerca de los mundos creados, respectivamente, en Perdidos y Fringe. O en las redes estables de fans que ejercen de modo altruista la subtitulación (como Argenteam, que nació como plataforma para aprender inglés). O en las redes inestables de antifans que atacan una escena, a un personaje o toda una serie. Porque la inteligencia colectiva a menudo es más bien instinto en masa.

Y tal vez sea en ese nivel, digamos, prerracional, donde más penetran las teleficciones: normalizando la presencia de mujeres de todas las razas en los más altos niveles de la política estadounidense; hablando sin ambages del espionaje o de la tortura de Estado o de las cárceles o de los drones; generando un debate polifónico e informado, que por su aspecto ficcional parece de baja intensidad, pero que quizá vaya calando de un modo que ya no pueda hacerlo el periodismo. Mad Men cambió la moda (primero en los diseños elitistas de Michael Kors, Prada, Louis Vuitton o Marc Jacobs; después en el mainstream de Mango y Zara) y la miniserie documental The Jinx permitió que su protagonista, que durante décadas se había librado de la cárcel, tras una inesperada confesión de sus crímenes cuando creía que el micrófono estaba desconectado, haya sido finalmente procesado; pero los cambios más duraderos no son tan fácilmente rastreables.

En el último capítulo de la tercera temporada de Orange is the New Black hay una alusión a Walter White, de Breaking Bad; pero la propia Piper, que se ha malogrado, para intimidar a sus compañeras de la prisión se refiere en cambio a El Padrino. También en Suits se suceden las bromas y las referencias tanto a películas como a series.

Tras la influencia extrema de Frozen en niñas y preadolescentes es imposible afirmar que las series han invadido el lugar del cine como generador de modelos. Estamos en una época de convivencia. Pero sí intuyo que lo audiovisual (con literatura en forma de guiones) está influyendo en la realidad más que lo exclusivamente textual. Tal vez el último libro que actuó como gran contraseña fuera Rayuela: en los 90 todavía entendíamos como “romántico” lo que así había decidido que fuera Cortázar; para mi generación (los nacidos en los 70) el amor y sus códigos todavía fueron regidos sobre todo por la literatura.

Los nacidos en los 80 y en los 90 tal vez hayan sentido un eco de esa experiencia con Los detectives salvajes de Bolaño, hija de la obra maestra cortazariana. Pero mi sensación es que —excepto los cosplayers, que sí sitúan una única ficción en el centro de sus vidas— los seres humanos hemos dejado de tener contraseñas principales: nos guiamos por una mitología personal muy franskenstein, hecha con retazos de lecturas que provienen de todos los lenguajes narrativos y simbólicos que nos rodean.

Jorge Carrión es escritor. Acaba de publicar la trilogía de novelas Los muertos, Los huérfanos y Los turistas (Galaxia Gutenberg).

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