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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Roland Barthes, el lector irreprochable

Nos enseñó a leer desconfiando de la intención del autor y de las interesadas conexiones entre vida y obra. En su centenario lo recuerda Nora Catelli

Barthes, visto por Sciammarella.
Barthes, visto por Sciammarella.

En 1967 se publicó en Buenos Aires El grado cero de la escritura (aparecido en París en 1953). Esa legendaria edición no lleva el nombre del traductor, que era, verosímilmente, uno de los introductores de la teoría literaria en Argentina, Nicolás Rosa —gran traductor de muchos barthes—, quien no aparece en las páginas de crédito; ni probablemente pagó el editor Jorge Álvarez derechos de autor, ni nada que se le parezca. Pero el valor de la edición era sin duda singular y constituía una señal: la de la fuerza de la circulación de las ideas en esa década extraordinaria.

Quien esto escribe tenía en 1966 exactamente 20 años. Todos repetíamos aquella cita de Paul Nizan, muerto jovencísimo en Dunkerque, que encandilaba en Adén Arabia: “Yo tenía 20 años y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. En efecto: en 1967, cuando apareció El grado cero, ya vivíamos en medio de una dictadura, la de Onganía, triunfante justamente desde el año anterior. Onganía liquidó la autonomía de las universidades y dimitieron casi todos nuestros grandes profesores: ese fue el primer exilio académico de la Argentina del siglo XX. En mi facultad se implantó la estilística, no la de Charles Bally o Leo Spitzer, que todos conocíamos, sino su vertiente degradada, católica y meliflua. Decidimos estudiar en instituciones paralelas y en grupos de estudio: con una curiosidad inagotable. Pocos advertimos que muchos de los artículos de El grado cero eran recuperaciones muy sartreanas de un Ronald Barthes (1915-1980) jovencísimo de la década anterior; eso no importaba. Sigue sin importar. Había algo nuevo en él, algo que sin saberlo producía una fractura irreversible en el humanismo sartreano y en nuestro humanismo entre marxista y antiimperialista.

Ese Barthes era como un extraordinario desprendimiento: nos mostraba lo erróneo de nuestra confianza en leer a partir de la conciencia y de la intención del autor, en reposar en los afanes totalizadores de la historia de la literatura, en apoyarnos en las conexiones entre “vida y obra”, como si eso allanase la comprensión del estilo como rasgo humano.

La escritura es una responsabilidad, un cruce entre la lengua, que nos viene impuesta, y lo que hacemos con ella

Por primera vez aparecía ante nosotros una figura aterrorizadora, ominosa, pétrea, resistente a la voluntad de búsqueda del significado. Ese algo, que El grado cero muestra y al que de muchas, muchísimas maneras Barthes permaneció fiel —fiel a la intemperie de esa fidelidad—, no es otra cosa que el lenguaje. El lenguaje: la lengua, los signos, la retórica, la fijeza de aquello que se nos impone. Encontró Barthes para esa fijeza un término inasible pero reconocible, aun hoy, como la marca de todos aquellos que hacen crítica desde la pérdida de la inocencia. Ese término es escritura. La escritura no es un ente, sino un cruce: entre lo que se nos impone, la lengua, que nos viene dada, y lo que nosotros recibimos y lo que hacemos con ella. La escritura es la responsabilidad del escritor. No para hacer del lenguaje un instrumento de denuncia, sino para luchar con el lenguaje, para no ceder nunca a la tentación de aceptar lo heredado sin violentarlo. No solo el escritor tiene esa responsabilidad. Para Barthes la crítica y la transmisión deben hacerse cargo de esa incomodidad ante todas las tradiciones. La universitaria, la positivista, la de los historiadores de la literatura.

El gesto de esa ruptura es la primera de sus herencias; después vinieron los otros Barthes. El que inaugura la crítica cultural en la tradición francesa con Mitologías, el semiótico, el formalista, el narratólogo (que abordó desde Ian Fleming hasta los Evangelios), el retórico, el lector de Lacan, el polemista agudo, a veces hasta cruel —eso es su Racine—, el lector académicamente irreprochable, insuperable, de la literatura y la historia francesa del siglo XIX, y de sus instancias de significación en Michelet, Poe o Balzac (S/Z es una cumbre de las artes de la lectura). El que lee la ciudad como una red de signos, la fotografía como lugar del duelo, la autobiografía como necrológica, la deriva nocturna (en Incidents) como desnudamiento de una escritura blanca de la noche homosexual. Está también el autobiográfico (Barthes par lui même) y el disciplinario de Sade, Fourier, Loyola, que son exposiciones de la higiene del alma, de la educación de la pasión, del mostrarse y ocultarse del sujeto a través de escrituras de mortificación. En Sade, la del cuerpo; en Fourier, la del espacio social; en Loyola la de la conciencia moral.

Barthes leyó la ciudad como red de signos, la fotografía como lugar del duelo y la autobiografía como necrológica

En 1980 Barthes tuvo un accidente desafortunado y, según sus biógrafos, melancólica consecuencia de la muerte reciente de su madre. No superó sus consecuencias. Cuando la obra parecía clausurada se editaron póstumamente —al cuidado de Beatriz Sarlo— sus tres últimos seminarios: Cómo vivir juntos (prologado por Alan Pauls), Lo neutro (por Nicolás Rosa) y La preparación de la novela (por la misma Sarlo). Después se editó el Diario de un duelo, escrito tras la muerte de su madre.

Fueron aquellos sus últimos cursos en el Collège de France antes de su desaparición; y son textos abiertos. Ahí hay un Barthes fiel a la opacidad del lenguaje, pero también susceptible a los retornos de la historia y de los textos clásicos: vuelve Proust, la gran novela, Stendhal, el haikú, Chateaubriand. Los seminarios enseñan, de manera soberbia, qué es y qué debe ser la transmisión universitaria: la confección de las clases, las fichas, la elección de las citas, el ritmo de la exposición. Hasta lo ético: enseña a controlar la intromisión del sujeto que enseña en el seminario y, a la vez, exhibe el control de ese sujeto en la responsabilidad de esa enseñanza.

Las autoridades universitarias españolas y catalanas —al unísono— que hoy, estúpidamente, quieren marcar con distinta escala de méritos la docencia —despreciada— de la investigación —festejada y concebida como suma de articulitos en revistas “indexadas”— deberían volver —¿volver?— sobre esos seminarios, donde se ve claramente que en las humanidades la transmisión es, al mismo tiempo, lección y descubrimiento.

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