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Columna
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¿Y si no somos nosotros?

Javier Sampedro

Al físico teórico Michio Kaku le gusta plantear esta parábola: no es posible enseñar cálculo diferencial a un chimpancé. Por mejores profesores que tenga y por más esfuerzo que le dediquen, el pobre mono no logrará en toda su vida manejar las derivadas y las integrales. Entonces, ¿qué nos garantiza que nosotros, pobres humanos, vamos a ser capaces de descubrir la teoría del todo, un conjunto de ecuaciones simple y autoconsistente que explique de un plumazo todos los fenómenos que existen o puedan existir? Incluso cuando esas ecuaciones existan, tal vez haya que esperar a que evolucione una especie más inteligente que la nuestra para que las descubra. ¿No es cierto?

Uno de los padres del darwinismo moderno, Theodosius Dobzhansky, estaba convencido de que la selección natural era el mecanismo elegido por Dios para crear al hombre a su imagen y semejanza. Para él esta era la forma de compatibilizar el evolucionismo con su propia fe religiosa. Pero si tenía razón y Dios no es sino el Evolucionista supremo, ¿qué le garantizaba que la especie elegida era la nuestra?

Darwin pensaba que la evolución seguiría funcionando en el futuro, y que el proceso seguiría perfeccionando la mente humana o posthumana hasta extremos que hoy no podemos ni imaginar. ¿No serían ellos, en vez de nosotros, los beneficiarios de la selección natural? ¿Y suya, no nuestra, la imagen y semejanza que el creador se había propuesto alcanzar?

El fin de la historia es el espejismo más perdurable del humano, parece ser. Todos queremos que la historia acabe con nosotros. Lord Kelvin, el de los grados Kelvin, ya creía a finales del siglo XIX que la ciencia se había acabado, que todos los principios esenciales habían sido descubiertos —por él, entre otros— y que solo quedaba pulir unos cuantos detalles. Pero apenas había echado a andar el siglo XX cuando dos de esos detalles —la mecánica cuántica y la relatividad— pusieron la física de Kelvin patas abajo. Newton era más listo y sabía que no había hecho sino arañar la superficie de las leyes naturales, y que otros tendrían que continuar ese trabajo por los siglos de los siglos.

No hacemos más que matar a la historia, pero ella se resiste a morir como gato panza arriba para refutarnos. Ojalá que los elegidos seamos nosotros, porque de lo contrario los otros, los listos que vendrán después, se van a partir de risa con nuestra torpeza. Qué especie más ridícula.

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