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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Borges vidente

He soñado que Borges no era ciego. Yo, que he visto sus ojos velados, me asombraba de verlo libre de la ceguera

Jorge Luis Borges y María Kodama, en 1970.
Jorge Luis Borges y María Kodama, en 1970.album / mondadori portfolio

He soñado que Borges no era ciego. Yo, que he visto sus ojos velados, me asombraba de verlo libre de la ceguera. No me animé a decirle que hablábamos dentro de un sueño porque un antiguo protocolo impone la cortesía de no decirle a alguien que es el sueño de otro. De modo que lo vi tocar cada cosa como si fuese única, y recordar cada nombre con gratitud. Pero Borges no había recobrado la vista; en verdad, nunca la había perdido.

He llegado a creer que los sueños no son un lenguaje cifrado sino una serie de asociaciones gratuitas de forma barroca; y juegan, por eso, a canjear imágenes entre espejos. En este caso, yo soñaba que Borges se había soñado ignorando del todo su ceguera, aunque yo sabía, como soñador de su sueño, que él, en verdad era ciego, y que el sueño le concedía la gracia de ignorarlo. Soy testigo de un Borges que se sueña vidente para dejar de ser invidente, como si el olvido le devolviera la memoria.

En alguna parte he recordado que la vez que lo conocí, junto a María, en Austin, me preguntó por el color de la madera del escritorio que palpaba, me dejó ajustarle el nudo de la corbata, y me pasó su bastón invitándome a sopesar su ligereza.

 Sólo se me impuso su ceguera en el desayuno, cuando perdió sin alarma unos granos del cereal. María lo tomaba del brazo y él adelantaba su bastón tentativo. Se dejaba llevar, enamorado y liviano.

Mi sueño, entiendo, es vagamente melancólico, no porque Borges esté ausente, que no lo está, sino porque el recuerdo de su mirada ciega sobre uno es, cómo decirlo, doliente; no porque no pudiera vernos, ya que le bastaba con el nombre, sino porque uno no podía verlo mirar, verlo viendo.

He soñado que Borges no era, tal vez, pienso ahora, porque he pasado estos meses descifrando algunas páginas suyas, inéditas; un breve ensayo manuscrito, la transcripción de una de sus conferencias en inglés, una divertida respuesta a la pregunta, ¿cuáles son los tres libros que Ud. se llevaría a una isla? Borges demuestra lo absurdo de las encuestas: Uno de los tres, dice, sería la Enciclopedia Británica. Le pasé las copias a María Kodama la última vez que nos visitó en Providence, hace unos meses; y haremos una edición de variaciones borgeanas con el Centro de Arte Moderno, en Madrid, donde todo es gratuito, por amor al arte gráfico.

Pude advertir que su letra, breve y menuda, se iría cerrando conforme perdía la vista, haciéndose rasgada y dudosa. Me impresionó especialmente su firma, que pasó a ser no un garabato casual sino una, digamos, rigurosa tachadura. Todavía en 1982, cuando compartí unos días de su conversación en Austin, firmaba con un rasgo cerrado, anguloso y apenas legible. Podría describir casi cada letra, pero es la traza de escritura lo que más conmueve, no porque sea la firma de un ciego sino por la intensidad gráfica que apura su mano en la página.

Borges, en una imagen sin datar.
Borges, en una imagen sin datar.PEDRO L. RAOTA

Años después, en un seminario sobre su obra vista desde sus manuscritos, en Brown, entendí que esa firma era, en verdad, una cicatriz del lenguaje. De inmediato la asocié con la escritura de Vallejo, que literalmente nacía de su propia tachadura. Esta “poética de la tachadura” se desarrolló en un ensayo de Goretti Ramírez, en Brown, y en una tesis de Carlos Varón sobre María Zambrano, en Harvard. En la letra visionaria brilla una huella de tinta, casi como un aire de familia.

He contado en un relato (“El Arte de Narrar”) otro sueño con Borges. Me pedía él escribir un poema para un amigo suyo, cuyo hijo había muerto. Y le voy leyendo las estrofas, que mencionan la noche, el agua y la luna. Borges aprueba mi empeño y corrige un pareado. Pero en ese sueño él era ciego; y el poema era rimado, para ser recordado.

La letra ciega de Borges es remplazada en los textos finales por la letra aplicada de doña Leonor, su madre. No ha faltado gente imperiosa, inescrupulosa, que le ha copiado algunos borradores, que él dictaba mientras los componía y corregía de memoria. Carlos Argentino, lo digo con horror, no ha muerto: en el manuscrito de "El Aleph" que me tocó editar, ha creído ver una redacción repetida y trivial, y lo ha anunciado con entusiasmo.

He visto en el sueño los ojos vivos de Borges, animados por el candor y la ironía, por el mismo humor hospitalario de su conversación. Había perdido la ceguera sin haber ganado la visión. He soñado, me dice, aunque es él quien ha sido soñado. En rigor, no era ciego en el sueño, sólo lo era en la mera realidad. Yo solo he soñado la mirada milagrosa (milagro, después de todo, es ver más) despetar en el sueño.

2

Ser ciego dentro de un sueño, me dice, es una licencia poética.

Me sorprende esta condición extravagante y, al final, llevadera. Ya he dicho, y Ud. lo recuerda, que la ceguera no está tan mal, pero no la recomiendo.

Tal vez, respondo, Ud. ha soñado que dejaba de ser ciego y se ha visto a sí mismo tal como era antes de que las manchas de luz se apoderasen de sus pupilas.

Su explicación es más verosímil, respondió divertido, aunque comparto su gusto por lo patético.

Pero más interesante es creer que en efecto uno, cualquiera, yo, Ud., en verdad está ciego porque está despierto. Lo que vemos nos hace creer que vemos, pero lo que no vemos revela que somos ciegos. ¿Me sigue Ud.?

Lo sigo a tientas, dije.

3

Más improbable, más extravagante, es creer que uno en el sueño ve todo pero al despertar no ve nada. Los sueños de un ciego sólo pueden ser las visiones de la sinrazón.

Me parece que esta conversación ya la hemos tenido. ¿O Bioy nos está anotando, montado en su gran tintero?

En verdad estoy repitiendo, aunque no copiando, mi evocación de nuestra primera charla, que incluye 1) su memoria visual; 2) su glosa varia; y 3) la parte de ficción que perfila cualquier recuerdo.

No se preocupe, son charlas casuales y, por eso, hechas a favor de lo fugaz.

No hemos sido tan anacrónicos como Petrarca quejándose a Homero del gusto infame de su época.

Al menos Montaigne creyó charlar con Platón sobre el descubrimiento de América.

¿Buscaría un interlocutor a la medida de su asombro?

La conversación entre San Martín y Bolívar es perfecta: no la prolongan las palabras.

¡Seguirán discutiendo en el tedio de los glosadores!

Unos y otros proseguían la charla.

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