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Las lagunas de Ruidera

El camino empieza a enriscarse. Al fondo, el Guadiana, que excava su caz entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya

Ruidera. Hijo de unos veraneantes en la laguna Colgada.
Ruidera. Hijo de unos veraneantes en la laguna Colgada.

Después del de Puerto Lápice, Azorín hizo un segundo viaje antes del que lo devolvió a Madrid después de pasar por Criptana y El Toboso, la patria de Dulcinea, desde la estación de ferrocarril de Alcázar de San Juan. Fue el que hizo a las lagunas de Ruidera y a la famosa cueva de Montesinos, como en el viaje de Puerto Lápice en el carro de Miguel, el carretero de Argamasilla de Alba al que haría pasar a la posteridad.

El viaje, que yo repito también, llevó a ambos hacia el sur, hacia el famoso campo de Montiel por el que, según Cervantes, caminaba Don Quijote al salir de su lugar las tres veces que lo hizo. “Y era la verdad que por él caminaba”, repite. Azorín, por su parte, tras describir la llanura parda y yerma — “la misma que se atraviesa para ir a los altos de Puerto Lápiche”— que rodea Argamasilla también por el mediodía dice que “por esta misma parte por donde yo acabo de partir de la villa, hacía sus salidas el Caballero de la Triste Figura”.

El pueblo aparece entre dos montes, como un refugio de bandoleros

Pronto, no obstante, el camino empieza a enriscarse, al fondo aparecen los primeros montes y el Guadiana, que corre a la derecha del camino (o se supone que corre, pues el cauce verdea abajo, entre los juncos), excava su caz ahora entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya y al castillo que le dio su nombre. Cervantes no habla de él, pero Azorín le dedica un par de párrafos para decir que el castillo “se haya asentado en un eminente terraplén de la montaña” y que aún perduran de él “un torreón cuadrado, sólido, fornido, indestructible, y las recias murallas —con sus barbacanas, con sus saeteras— que la cercaban”. Hoy todo continúa igual, sólo que reflejado sobre el pantano que surte de agua a Argamasilla y a Tomelloso y que se considera ya, aunque artificial, la primera de las lagunas de Ruidera. Así, al menos, lo dicen los dos obreros que reparan un trozo de la muralla que se desmoronó este invierno (“Por dentro es de tierra vegetal”, me muestran) y el santero de la ermita y el vigilante de la presa, que toman una cerveza en el chiscón del primero, ajenos a cualquier preocupación.

—Si el rey supiera cómo vivimos —dice el guarda, sonriendo—, nos cambiaba el puesto sin dudarlo.

—Ya, pero yo no se lo cambiaba a él —dice el santero, cuya única ocupación es tener limpia la ermita que ocupa un antiguo salón del castillo y en la que se venera a la Virgen de Peñarroya, cuyo culto se disputan Argamasilla y el vecino pueblo de La Solana. Un año la procesiona uno y al año siguiente otro.

Los vecinos son gente abierta
y hospitalaria que vive del turismo

Hasta Ruidera, la carretera se convierte ya en un camino de monte, rodeado por doquier de lentiscos y carrascas. Pronto aparece, sin embargo, a la derecha de la carretera, la primera de las lagunas que el Guadiana ha formado en su descenso y que le han dado fama al pueblo. Este aparece también al cabo de unos kilómetros escondido entre dos montes como un refugio de bandoleros. Quizá fue en él en el que pensó Manuel Ortega Munilla cuando le entregó a Azorín el revólver. Pero no se necesita. Los vecinos de la Ruidera de hoy son gente abierta y hospitalaria y como viven, además, del turismo acogen al forastero como se debe, esto es, con restaurantes y hoteles por todas partes. Ya nada queda de la época en que en Ruidera estaba la fábrica de pólvora del reino, salvo un par de caserones, pero la aldea tiene el encanto de los lugares perdidos y más en el mes de junio, que es cuando yo la visito. Todavía no se ha llenado de forasteros. Las lagunas, además, tienen bastante caudal aún y en los bares y merenderos de sus orillas aún es posible sentarse a mirar el agua o jugar al parchís como hacen unas monjitas (“de Guadalajara. De la orden de los Ancianos Desamparados”, me dice una, la única que no juega, que mira el lago con melancolía). El dueño del hotel, que es amigo de ellas, les permite que pasen aquí el día, el único del que disponen, sin cobrarles más que la comida.

El resto de las lagunas, hasta 16, encajonadas entre los montes y rodeadas de vegetación (sauces, cipreses, alisos, álamos, pinos) entre la que se ven algunos bañistas y grupos de jubilados llegados en autobuses, se suceden una tras otra hasta la más alta —la laguna Blanca es su nombre— unidas por cascadas y torrentes que en tiempos se aprovecharon para moler. Mirándolas al atardecer, con los reflejos del sol sobre su superficie y las aves sobrevolándolas, no es difícil comprender a Don Quijote, quien en la cueva de Montesinos soñó que las lagunas eran mujeres que habían sido encantadas por el sabio mago Merlín.

La aventura de los batanes

Entre las aventuras más conocidas de Don Quijote está la que éste y su escudero Sancho vivieron una noche al oír el ruido de unos batanes sin saber a qué correspondía. Por fortuna, la aurora llegó antes de que Don Quijote arremetiera contra el origen de aquel fragor, aunque ello causara en él cierta pesadumbre: “Mirole Sancho —escribe Cervantes— y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido”.

Aunque Agostini y Astrana, dos de los más reputados estudiosos del Quijote, sitúan la escena en el arroyo de la Batanera, cerca de Fuencaliente, en Sierra Morena, otros lo hacen en la laguna Batana de Ruidera y así lo recogió Azorín.

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