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Las ventas de Puerto Lápice

En el pueblo, los vecinos dan por hecho que don Quijote pasó por él, incluso que allí fue armado caballero el genial loco en su primera salida en solitario

Julio Llamazares
Antigua posada de Dorotea e Higinio Mascaraque, hoy vivienda de su nieta Pila, en Puerto Lápice.
Antigua posada de Dorotea e Higinio Mascaraque, hoy vivienda de su nieta Pila, en Puerto Lápice.Navia

A Puerto Lápice llego en poco más de una hora tras cruzar el extrarradio de Madrid y la meseta que une el verde valle del Tajo con los montes de Toledo, en los que se asienta el pueblo. Como escribiera Azorín, que hizo ese trayecto en tren (él hacia Alcázar de San Juan y Cinco Casas, la estación de Argamasilla de Alba, donde se apeó), “¿dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas?”.

La moderna autovía bordea el pueblo, que queda a la derecha, entre los campos, pero la carretera antigua sigue haciéndole de calle principal, no en vano Puerto Lápice surgió por ella y para servirla, al principio como ventas para arrieros y para entretenimiento y descanso de las diligencias que iban de Madrid al sur y aquí cambiaban sus tiros y luego ya como un pueblo hecho y derecho, que es lo que es en la actualidad. Aunque no por ello haya perdido el aire de lugar de paso que a don Quijote tanto le atrajo hasta el punto de que hacia él se dirigió las dos primeras veces que salió en busca de aventuras, pues suponía, y así se lo dijo a su escudero Sancho, que, al ser Puerto Lápice “lugar muy pasajero”, en él podrían “meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras”.

Si las halló o no Cervantes no lo aclara mucho (y la legión de los cervantistas tampoco, a pesar de sus disquisiciones e hipótesis innumerables), pero en el pueblo los vecinos dan por hecho que don Quijote pasó por él, incluso que en una venta que aún sigue abierta para el turismo y de la que luego me enteraré que fue una carpintería hasta hace unas décadas fue armado caballero el genial loco en su primera salida en solitario por La Mancha.

Azorín, en 1905, cuenta que el médico del lugar le acompañó a ver el solar en el que, según sus investigaciones, se habría alzado la venta en la que don Quijote veló sus armas bajo la luna toda la noche antes de ser armado caballero por un ventero asombrado, teniendo por testigos a un criado y a dos mozas del partido, la Tolosa y la Molinera, que le ciñeron la espada y le calzaron la espuela conteniendo con dificultad las risas. Los turistas, sin embargo, se conforman con visitar la que la remeda hoy, un decorado perfecto y de desorbitados precios frente a la que los autobuses los deposita como si fueran una mercancía más.

Si se dieran una vuelta por el pueblo y hablaran con los vecinos, descubrirían que al lado mismo de la bautizada como la Venta de don Quijote, tras la pared que la continúa en dirección al Ayuntamiento y la plaza mayor, sigue tal como estaba cuando Azorín se alojó en ella la posada de la Dorotea, la mujer del Higinio Mascaraque al que se refiere aquél, y en la que continúa viviendo una nieta, Pilar, que a sus 82 años recuerda todavía los tiempos en que los arrieros paraban aquí para descansar en sus idas y venidas por los caminos que en Puerto Lápice se cruzaban. No sólo ella, la casa entera recuerda aquella época de ajetreo, de latigazos y voces de los arrieros, de relinchos de las caballerías, con su enorme corralón enjalbegado, su pozo, su abrevadero, su portalón de gruesas columnas pintadas de añil y blanco y sus cuadras hoy vacías pero con los pesebres y las tarimas en las que dormían sobre sacos de paja los arrieros igual que cuando Azorín pasó por aquí hace un siglo. Pilar, que no había nacido aún, sí recuerda oír a su madre de él aunque nunca ha leído el libro que yo le muestro y en el que sus abuelos y su posada quedaron inmortalizados. “Se lo mandaré”, le digo.

Cae la tarde en Puerto Lápice. Los turistas ya se han ido y los vecinos del pueblo, apenas unos mil dedicados a la agricultura y al turismo (“La autovía nos ha hecho mucho daño”, se lamenta el dueño del Hotel El Puerto, donde dormiré esta noche) o empleados en las dos pequeñas fábricas que posee, una de muebles y otra de somieres, pasean o conversan en corrillos en las callejas del pueblo o en las terrazas de la Plaza Mayor, una reconstrucción de lo que debió de ser tiempo atrás pero que ahora parece un trampantojo arquitectónico. Es domingo y frente a la plaza, en la carretera, varias personas esperan al autobús de Madrid, que está a punto de llegar. Por las ganas yo me iría también, pero no he hecho más que empezar mi viaje, un viaje que me llevará por medio país y que, como don Quijote, haré de tres veces, y mientras la noche llega salgo del pueblo y subo a los tres molinos que desde una colina dominan el antiguo puerto y, a un lado y a otro de él, la ondulada tierra de Toledo y la llanura inmensa de La Mancha, por la que caminaré mañana.

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