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‘Una carta desde Potsdam’ (4): ‘Sobrevivir’

Virginia Yagüe, guionista de series como 'La Señora', continúa su relato. En la entrega de hoy, Gerda sale en búsqueda de un médico

Obra de la artista Elena Odriozola, premio Nacional de Ilustración 2015.
Obra de la artista Elena Odriozola, premio Nacional de Ilustración 2015.

Los disparos continuaban y los rusos salieron corriendo dejándola sola con su marido recién herido. Como pudo se las arregló para llevarle hacia el sótano. Davoud no había perdido la consciencia pero se retorcía de dolor mientras Gerda trataba de arrastrarlo. Notó cómo su corazón se desbordaba y su cabeza ardía pero no se dio cuenta de que ella misma estaba herida hasta que le costó distinguir entre su propia sangre y la de él. Tampoco sintió dolor ni se dio cuenta del momento preciso en el que la señora Baumann, todavía refugiada en su casa, llegó corriendo con los niños y le ayudó a limpiar su propia herida con las gasas de los pequeños. Fue entonces cuando pudieron ver en el muslo de Davoud un boquete del tamaño de un puño. Como pudieron lo colocaron sobre un colchón y lo vendaron con los pañales mientras afuera se volvían a oír detonaciones. Varios miembros de las SS se habían escondido en el contiguo bosque de Kathrinen. Ellos habían realizado los disparos que habían herido a Davoud y contra ellos disparaban los soldados rusos. Nadie podía entrar ni salir y, mucho menos, ir en busca del doctor Stappenbeck.

Aquella misma tarde el señor Kirchhoff enterró a su mujer envuelta en una sábana, él solo, en su propio búnker; sin flores, sin sacerdote y sin amigos, mientras Gerda, todavía con el pelo ensangrentado y pegado a su cara, se mantenía acurrucada al lado de Davoud sin poder apartar de su mente el recuerdo de la mujer muerta en sus brazos en aquel mismo sótano.

La situación se hizo insoportable al día siguiente y Gerda, desoyendo las prevenciones de la señora Baumann, se armó de valor y salió a la calle con el firme propósito de conseguir un médico. El tiroteo proseguía y, mientras salía del sótano, prefirió no pensar que sus hijos se quedarían huérfanos si una de aquellas balas la mataba. Solo quería encontrar una forma para que el dolor y la hemorragia no terminaran con su marido. Al salir detuvo a un oficial y le suplicó. De aquella manera fue conducida hasta la doctora del campamento, que recogió algo de instrumental y varias tablillas. Aparte de yodo no disponía de medicamentos, así que vendó y entablilló a Davoud sin ningún tipo de anestesia.

Davoud permaneció tumbado y sin dejar de gemir durante varios días hasta que Gerda consiguió morfina para inyectarle. El alivio que sintió al ver que su marido por fin podía descansar duró hasta que escuchó las pisadas de los soldados acercándose. Dos de ellos, bastante borrachos, entraron en el sótano. Mientras uno de ellos se quedaba en la puerta el otro la empujó contra la pared. Recordaba revolverse mientras gritaba que era iraní y golpeaba al soldado que, como única respuesta, colocó el cañón de su revólver en su pecho.

En ese momento Gerda sintió que algo en su interior se rebelaba. No había pasado por todo aquello para ser violada o morir frente a sus hijos. Agarró con fuerza la boca del revólver y lanzó una mirada fulminante al soldado mientras la señora Baumann y los niños lloraban y gritaban.

El alborotó despertó a Davoud, que increpó a los soldados haciendo que desaparecieran justo antes de que él mismo se desmayara. Gerda y la señora Baumann lo volvieron a tender en el suelo y se miraron a los ojos. Pero no dijeron ni una sola palabra sobre lo que acababa de ocurrir.

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