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Columna
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Cocaína y prostitutas

Juan Tallón

Me fascinan las historias de personas que lo tienen todo, y aún así no saben privarse de un placer efímero y peligroso. No les importa arrojar su vida por el váter a cambio de disfrutarlo. Will Self era una de ellas. Novelista y columnista en The Observer, en 1997 el periódico lo destinó a cubrir la campaña electoral con John Major. Volaba en el avión del primer ministro, cuando un día se encerró en el baño y se preparó una raya de heroína, para aquilatarse. Apenas se supo, The Observer lo despidió.

En la cultura anglosajona no se juega con las instituciones. Son de mármol y pueden romperse. John Sewel lo sabía. Pero los placeres breves son hipnóticos. Harto de una vida próspera y aburrida en la Cámara de los Lores, a veces tomaba caminos de perdición. Sólo por unas horas. Nunca pensaba que lo descubrirían, y cuando lo pensaba, quizá justo en ese momento acababa de enrollar un billete de 5 libras para meterse un tiro de coca, o entraban por la puerta las prostitutas. La salvación siempre le llegaba tarde. Tenía mala suerte. La mañana que su foto apareció en The Sun, rodeado de mujeres y droga, y vestido con un sujetador rojo, el diario tituló, con finura británica, Lord Cocaína, que es uno de esos nombres por los que merece la pena ponerse a escribir una novela, aunque no sepas de qué va. Ya lo averiguarás cuando la acabes. Acorralado, Sewel dimitió.

Quizá no hubiese pasado nada si todo ese placer lo hubiese hecho pasar por trabajo. Muchos escritores lo hacen. Gay Talese, en los setenta, dedicó nueve años a escribir un extenso reportaje sobre la revolución sexual previa al sida, y se vio obligado a acudir a locales de masajes y a dejarse masturbar. Su matrimonio bordeó el abismo. Pero él debía hacerlo. “Cuando escribes sobre sexo no lo haces desde una sala de prensa. Yo quiero saber, y no de segunda mano, sino de verdad”, explicaba. Martin Amis siguió un camino parecido. Estaba en plena escritura de Money y se presentó en un burdel para documentar un capítulo de la novela. Le pidió a Christopher Hitchens que lo acompañase. Eligieron un salón de masaje de ambientación polinesia, en Nueva York. “¿Sabemos qué hay que hacer en ese garito?”, preguntó Hitchens, que antes de entrar escuchó cómo Amis telefoneaba a su mujer, en Londres, y le decía sin contemporizar: “Me voy a un sitio de pajas con Hitch”. Solo era trabajo.

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