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Café Comercial Madrid
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Café, tertulia y recado de escribir

El Café Comercial, centro de tertulias de escritores y actores, y otros bares de encuentro

Una mujer lee los mensajes de despedida al Café ComercialFoto: atlas | Vídeo: Samuel Sánchez

Cada quien tendrá su última imagen del café Comercial, la pecera de Glorieta de Bilbao que cerró el otro día sin previo aviso, como los muertos repentinos. La mía es la lluviosa noche del pasado invierno en que allí me enteré de la muerte de la actriz Rosa Novell. Había tan poca gente y tanto silencio que me calcé los auriculares y me puse música, en bucle, para cubrir aquella ausencia: Modern Blues, de The Waterboys. Hay una última imagen “fijada” para la posteridad, dure lo que dure: Miguel Batalla (sublime José Sacristán), el columnista umbraliano escribiendo a máquina en una mesa junto a la ventana, en Madrid 1987, la película de David Trueba. Lo de la máquina debía de ser un homenaje a Azcona, que me contó que en el Comercial se alquilaba una, por horas, a los aprendices de escritor que lo frecuentaban. Yo no llegué a escuchar esos tecleos, pero sí el suave deslizar de los dedos por muchos ordenadores portátiles.

Para Azcona, el Comercial de la posguerra, que se convirtió en su segunda casa, era un café mesocrático, de barrio, sin tradición literaria. “Había”, me dijo, “un par de prostitutas muy viejas y cargadas de joyas, ya retiradas; un cura que venía con su ama y jugaba a las cartas en el piso de arriba, y los cómicos que trabajaban en el Fuencarral y el Maravillas. Se decía que los jugadores, para no perder el tiempo bajando a la planta baja, orinaban en una lata de conservas que se pasaban por debajo de la mesa. Lo mejor de aquellos cafés era esa circulación de gente absurda, que se sentía como en casa y hacía y decía cosas increíbles”.

La tradición literaria comenzó, según Azcona, a finales de los cincuenta, cuando hubo una especie de fuga de clientes del Gijón al Comercial, y allá fueron llegando Eusebio García Luengo, Ignacio y Josefina Aldecoa, el editor Fernando Baeza y, de vez en cuando, Rafael Sánchez Ferlosio. En aquella época, el Gijón era el café literario “oficial” y el Varela (en la calle Preciados, esquina Veneras), era el “café bohemio” por excelencia, donde Eduardo Alonso, un industrial que se alimentaba casi exclusivamente de Rioja y patatas fritas y escribía poemas brevísimos, casi haikus castizos, en los recibos de las consumiciones, instituyó unas justas poéticas llamadas Versos a medianoche, donde Azcona, por cierto, se dio a conocer. Ana María Matute, que odiaba el Gijón, iba mucho a las Cuevas Sésamo, en la calle del Príncipe, un intento de cave existencialista, donde se leían poemas, se organizaban veladas culturales y se concedía el famoso premio Sésamo, que duró, si no recuerdo mal, hasta los primeros noventa. Y había muchas, muchísimas sedes tertulianas más, en cafés (donde todavía se pedía “café y recado de escribir”) pero también en cafeterías y tabernas.

Las tertulias, me contaba Azcona, existían porque “en las casas hacía un frío de muerte, y la gente iba a los cafés en busca de calor animal. Y también para “hacer barra”, para dejarse ver, porque en la barra se acodaban los escritores o actores de prestigio”.

Se dice que tertulias y cafés (más o menos “literarios”) están en extinción, y la caída del Comercial podría considerarse una puntilla, pero no, no lo creo del todo. Es cierto que el Gijón es ahora un feudo turístico (aunque sigue teniendo horas esplendorosas, por la mañana y rozando la madrugada), y que muchos cafés han desaparecido, mermados por la prisa, el ruido y la especulación (entre otras causas), aunque siguen en pie, pienso ahora, el Central y el Barbieri, para citar mis favoritos, pero lo importante, y luego llegaré a eso, es que en Madrid hay muchos Gijones (o Comerciales) portátiles.

Miguel Ángel Aguilar, que es uno de los hombres más tertulianos (en el mejor sentido de la palabra) que he conocido, me contó que acudía cada sábado a no menos de tres tertulias, una de ellas (“de asuntos, no de personas”, puntualizaba) liderada por Ferlosio en diversos bares de Madrid, es decir, sin sede fija. Cuando yo asomé por la capital me llamó mucho la atención, en primer lugar, lo claros que estaban los “centros gremiales”, por así decirlo. Del gremio teatral, por ejemplo: lonjas de contratación eran, además del Gijón y el Teide (donde acabó afincándose González Ruano y hoy está la Fundación Mapfre), la terraza de Montestoril, en la Gran Vía, a la que solían acudir empresarios y productores; la cafetería Dorín, en la calle del Príncipe, junto a la Comedia, feudo de cómicos viejísimos y cómicos muy jóvenes, ambos a la caza de un bolo o un papelito, y el sagrado templo de Oliver, el club farandulero por antonomasia, que abrieron Marsillach y Jorge Fiestas en Conde de Xiquena, aunque allí solían juntarse, como en Bocaccio, actores y escritores casi en igual proporción. (Los equivalentes barceloneses eran La Luna, el Sot, el Bocaccio originario, y, ya en los ochenta, el Raval).

Vuelvo a lo de antes: yo he encontrado en Madrid una “esencia de tertulia” que puede brotar, por encima de las crispaciones, en cualquier lado y en cualquier momento, ese momento maravilloso en el que se pueden juntar alrededor de una mesa o una barra gentes de todo pelaje y echar a volar las cometas del ingenio y el afecto, para intercambiar puntos de vista, ocurrencias, relatos y conocimientos sin pedirle a nadie carnets de identidad o árboles genealógicos.

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